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DAVID REY responde a sus lectores ofendidos


Ha sido fluida la catarata de críticas y denostaciones que, a raíz de mi artículo “La verdad de la marihuana”, ha inundado mi bandeja de entrada  de correo electrónico, como así mismo la de mi Facebook, y mis cuentas en Taringa y Psicofxp. Me he limitado a responder sólo los planteos que no conllevaran agravio alguno, eliminando de plano – por otro lado – todo aquel comentario que contuviera palabras injuriosas o difamatorias tanto de este mismo blog como de los lugares en donde he difundido al mismo.
     Me sorprende el nivel de virulencia con que la mayoría de la gente ha sabido responder. Y también me sorprende que prácticamente nadie se abocara a conversar sobre aspectos puntuales de mi artículo, toda vez que sólo respondo las mismas observaciones que yo mismo escucho en todos lados (“no hay que ‘castigar’ al que consume pero sí al que vende”, por ejemplo). Han sabido reprocharme que “yo pretendo imponer mi verdad”, “que no puedo hablar de la droga sin haberla consumido”, y “que si no me gusta el ‘faso’ que no lo fume y listo y que no pretenda prohibírselo a los demás”.
     Son todas, pues, consideraciones puramente emocionales. Yo no pretendo imponer mi verdad a nadie, partiendo del simple hecho de que no tengo ni la más remota idea de lo que significa “imponer una verdad”. En rigor, tengo una postura bien definida al respecto del consumo de estupefacientes, y de ahí mismo parto para formular mis observaciones. Tan “endiosada” está la droga (marihuana, sobre todo) en estos días, que justamente he bregado por el lenguaje más claro posible a fin de contrastar sin margen de malos entendidos. No me interesa escribir con el deseo de “quedar bien con Dios y con el diablo”. Entiendo, entonces, que la severidad de mis afirmaciones pueda ser observada como el hecho de pretender “imponer una verdad”, aunque no sea así bajo ningún punto de vista.
     Por otra parte, el simple hecho de vivir en democracia me da el derecho de hablar de lo que yo quiera. Pensar que no debiera ser así es plantear una involución tan sincera como mezquina. Es preciso que sepan que para hablar de la prostitución no necesito prostituirme; para opinar sobre la inseguridad en nuestro país no necesito salir a robar a nadie; para pronunciarme sobre la trata de blancas o desaparición de personas no debo salir a secuestrar a nadie; y, por ende, para tener un punto de vista al respecto del consumo de estupefacientes no es indispensable – para nada – ser un drogadicto.
     Por último, sería bueno que aspiremos a un nivel más complejo y exhaustivo a la hora de sentarnos a conversar sobre un aspecto tan controversial como lo es el consumo de droga y sus consecuencias de pronunciarse su despenalización. La vida suele plantear disyuntivas un tanto más complicadas que las que comúnmente ofrecen las redes sociales en general, por lo cual remitirnos a si “me gusta” o “no me gusta” la droga propone un debate pobre e insubstancial. De ningún modo intento yo, por tanto, “prohibirle” nada a nadie, de la misma forma en que a mí nadie puede prohibirme pensar y escribir lo que yo quiera como asimismo aspirar a la construcción de un mundo mejor y dirigir mis esfuerzos en pos de ello.
     Sin embargo, más allá de lo dicho, es posible percibir en toda esta historia un trasfondo triste y preocupante: el gran nivel de violencia que es capaz de ocasionar una simple discusión sobre la droga. Si nosotros, que somos unos “pinches”, reaccionamos con tanta violencia por el simple hecho de que alguien piense distinto, ¿qué otra cosa podemos esperar que suceda en los niveles jerárquicos de la droga y el narcotráfico más que violencia a gran escala? Es dable pensar que somos el reflejo de lo peor que sucede en nuestro país en los niveles más comprometidos con la droga, donde el poder de respuesta hacia aquel que “piensa distinto” es muy superior al del aquél que me escribe sólo y exclusivamente para insultarme.
     En rigor, ahora pienso que con la despenalización del uso de estupefacientes… se cometería el grave y grosero error de legitimar una conducta violenta, intolerante y aborrecible en los argentinos. En conclusión… ya tendremos tiempo de arrepentirnos de ser como somos, aunque lamentablemente cuando ya sea muy tarde.

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