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Mi frase favorita de Goethe

ES BIEN COMPLEJO el hecho de decidir qué es aquello que más nos gusta de quiénes adoramos, ya que mientras que por un lado sentimos pena de restarle valor a las demás características de los mismos, por otro es nuestra propia subjetividad - tan afecta a las circunstancias - la que un día nos lleva a rememorar algunas un tanto más que a las otras.
     Doy por asumido que a este artículo han accedido primeramente aquellos a los que quizás no sea necesario explicarles quién fue Johann Wolfgang von Goethe, en tanto que en los casos en que esto no sea así, estoy más que seguro que ésta será una buena oportunidad para ponerse en campaña al respecto. Este breve y muy bienintencionado artículo es una invitación a lo mismo.
     Creo que comenzamos a aficionarnos a los poetas en la medida que estos tienden a ganar influencia en nosotros mismos, las más de las veces consiguiendo reflejar alguna eventualidad que tenga lugar en nuestros corazones. En adelante, nuestro "elegido" nos será de gran utilidad en tanto nos vaya educando su pluma ingeniosa y, por qué no decirlo, al momento de instar su nombre a modo de propia distinción social. Se viven tiempos en que una simple marca de ropa, o, peor aún, un siempre (para mí) desagradable piercing, vienen a suplir cual escudos de guerra esta natural necesidad de identificación humana.
     Una cosa es segura, y me arriesgo a que lo siguiente pueda no ser lo más conveniente a mi humildad: asumirse adorador de Goethe es, por lejos, sentirse muy por encima de muchas vicisitudes actuales. ¡Años luz de las mismas! Me consuela pensar que todo aquel que admire a Goethe, o a Borges, o Bécquer, o a cualquiera por el estilo, sabe que ninguna forma de vanidad alienta estas palabras mías, las cuales enfundan cierto sincero afán de resistencia en tiempos en que es preciso aferrarse de alguna esencia genuina para evitar el avasallamiento de modas y costumbres que sólo apuntan a neutralizar la potencialidad humana.
     Volvamos a Goethe, entonces.
     Como sucede siempre (o casi siempre), existe un preciso momento y una precisa conjunción de palabras que tienden a formular nuestro cariño inexorable hacia quien en adelante seremos devotos de por vida. Por algo son poetas, por algo son grandes: sólo con menudas palabras consiguen erigir la sana alegría en un corazón cualquiera separado de ellos por años, centurias, generaciones y demás hecatombes de la vida en el mundo. Con Goethe me pasó así, aunque mi frase favorita del mismo la haya descubierno por ahí mucho después de haberlo conocido, y evocado recientemente a raíz de advenedizas circunstancias que preferiré reservarme.
     Este artículo basa singularmente sobre esto último, pero dejaré al arbitrio del interesado la ilustración exhaustiva que se merece la siguiente máxima inmortal ("inmortal" porque descuento que siempre permanecerá en sus corazones). Sólo contextualizaré al respeto, con permiso del paciente lector:

     A Goethe, en su tiempo, solía reprochársele el hecho de que, siendo un baluarte de la cultura alemana, acaso nada solía referir al respecto del 'avasallamiento' napoleónico de aquel entonces, más bien al contrario... es decir, parecía simpatizar nuestro héroe con la causa por la cual el dominio de toda Europa se circunscribía al dictamen de un sólo cerebro. Cabe destacar que un busto de Napoleón figuraba entre las cosas que embellecían el despacho de nuestro escritor, quizás desde el mismo en que se forjaron las más nutridas obras de la literatura universal. El zaherido nacionalismo alemán bociferaba contra la presunta amistad de Goethe y Napoleón, siendo este último quien dijo, cuando tuvo ocasión de conocerlo: "¡He aquí al hombre!". Otras de las cosas que explican la declarada admiración del Emperador hacia el autor de "Fausto" y "Werther", se vislumbra en el hecho de que el segundo de los títulos evocados fue un fiel acompañante del buen General en su "Campaña en Egipto".
     Goethe obviamente tenía una explicación de sus afinidades en particular para aquella parte de la población alemana que reprochaba su simpatía hacia el supuesto invasor, y hete aquí que sus palabras inestimables fluirán por siempre como ríos de fuego por nuestra propia sangre:

     "Nunca he escrito sobre lo que no he sentido. Escribí versos de amor luego de haber estado enamorado.
     ¿Cómo escribir versos de odio, si nunca he odiado?".

     Espero que les haya sido de provecho este sentido artículo. Goethe es sinónimo de amor perfecto.
     Por cierto... amigos... para comprender plenamente la frase referida les aconsejo tengan la perspicacia de acudir a ella el día y el momento en que sientan que nadie comprende sus más sanos argumentos y sus más vivas esperanzas de paz y amor entre los seremos humanos. Recién entonces, ustedes mismos me acreditarán la razón completa y el cálido agradecimiento de haberles sido de su eventual utilidad.
     En vano gastarse esperando comprensión por parte de un corazón en que ya ha germinado el odio. ¡Estamos para deberes más elevados! 
 

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