
Si me remito, pues, a la ingeniosa sentencia del máximo poeta germano, debo inexorablemente suponer que en mi país se viven épocas de decadencia. A los argentinos nos cuesta enorme trabajo observar las cosas y los hechos sin el pesado ropaje de la subjetividad. En consecuencia, por si fuera poco, se recurre con sorprendente insistencia al vicio de la mistificación; más preciso, al mito. Y así que una parte importante de nuestra historia haya sido, más que contada, mitificada.
El ingenuo o el desprevenido pueden creer que los mitos tienen el deber de explicar o bien ilustrar sobre las grandes “lagunas” de nuestra historia. De ahí que se insista con circunstancias signadas por el misterio e incluso la absurdidad. Un hecho bien relevante, por ejemplo, que nuestra historia oficial nunca se pudo explicar sin decaer en el vicio de la mistificación es la entrevista de San Martín con Bolívar en Guayaquil. Miles de teorías orbitaron al respecto de por qué nuestro Libertador cedió el gobierno de su empresa a su par venezolano. En rigor, a los vencedores de Caseros siempre les resultó un poco incómodo asumir que el General José de San Martín, por ellos odiado desde siempre, tuvo que ceder el mando de América a Simón Bolívar porque este último contaba con el apoyo político y económico de su país, exactamente el mismo que Buenos Aires le negó al Libertador de Argentina, Chile y Perú.
El mito, entonces, carece de la naturaleza eventual, ilustrativa o científica que algunas veces quiere adjudicársele; por el contrario persigue un objetivo fría e inescrupulosamente deliberado: mentir. En rigor, el mito tiene por finalidad deformar la historia en pos de saltear, ocultar o bien tergiversar aquellas instancias que resulten inconvenientes o impolíticas para quienes auspicien la labor del (falso) historiador. El mito es, pues, ideología, o una espuria manera de ideologizar.
El mito, entonces, carece de la naturaleza eventual, ilustrativa o científica que algunas veces quiere adjudicársele; por el contrario persigue un objetivo fría e inescrupulosamente deliberado: mentir. En rigor, el mito tiene por finalidad deformar la historia en pos de saltear, ocultar o bien tergiversar aquellas instancias que resulten inconvenientes o impolíticas para quienes auspicien la labor del (falso) historiador. El mito es, pues, ideología, o una espuria manera de ideologizar.
Como respuesta a esta forma infausta de historiar es que tenga relevancia y envidiable validez el enfoque “revisionista” que hayan empleado sendos historiadores, como es el caso nada más y nada menos que de José María Rosa, cuyo exhaustivo empeño ha consistido, como lo explica la palabra, en “revisar” aquellas coquetas interpretaciones de nuestra historia aunque de imposible entendimiento pragmático. El sentido práctico, además de todo un amplio abanico de documentación, respalda, autoriza y catapulta la obra del “Pepe” Rosa, como así mismo la de sus emblemáticos colegas.
¿Cómo actúa el mito en sus receptores?
Mucho se responde al contrastarlo con la forma en que se fundamenta y resuelve el sentido práctico. Mientras que este último tiene por base la suspicacia y la misma curiosidad, el mito respectivamente carece de una cosa y menosprecia de inmediato la otra, es decir, anula desde un principio todo esfuerzo investigativo. El mito está llamado a conformar la infantil imaginación del receptor; a conformarla (como se conforma a un niño con un caramelo) que no a incitarla. Mientras que una postura pragmática transige estrictamente con hechos comprobados y – dado el caso – documentados, el mito se cierne sobre un universo emocional de posibles. A la vez que el pragmatismo se basa sobre lo que fehacientemente ocurrió, la mistificación tiene por argumento “lo que podría haber ocurrido”.
¿Cómo actúa el mito en sus receptores?
Mucho se responde al contrastarlo con la forma en que se fundamenta y resuelve el sentido práctico. Mientras que este último tiene por base la suspicacia y la misma curiosidad, el mito respectivamente carece de una cosa y menosprecia de inmediato la otra, es decir, anula desde un principio todo esfuerzo investigativo. El mito está llamado a conformar la infantil imaginación del receptor; a conformarla (como se conforma a un niño con un caramelo) que no a incitarla. Mientras que una postura pragmática transige estrictamente con hechos comprobados y – dado el caso – documentados, el mito se cierne sobre un universo emocional de posibles. A la vez que el pragmatismo se basa sobre lo que fehacientemente ocurrió, la mistificación tiene por argumento “lo que podría haber ocurrido”.
El mito tiene significativa equivalencia con el cuento que nos contaban cuando niños para que al fin nos durmiéramos; precisamente eso persigue: el adormecimiento de las facultades cognitivas del hombre. ¡Y vaya que lo consigue! El pragmatismo, por el contrario, nos motiva a permanecer despiertos, expectantes, recelosos de que no se nos pase la oportunidad de dar con la clave, de cerciorar nuestra confianza en sí mismo, de seguir escarbando en busca de la explicación más asequible, razonable. El sentido práctico tiene por objeto la solución de los problemas; es insensible a valoraciones emocionales que entorpezcan una conclusión satisfactoria y progresiva. El mito se sustenta gracias al problema en sí, solucionarlo significaría su muerte inmediata; es susceptible al ciento por ciento de caprichos y resentimientos, los cuales le dan su colorido romanticismo. Una persona pragmática sabe perdonar (no hay sentido en el hecho de no hacerlo); su antípoda no podría perdonarse el simple hecho de haber perdonado.
Si le diéramos de elegir al mitómano la posibilidad de viajar en el tiempo para corregir aquellas cosas que considera fueron brutales, no dudemos que se nos desternillaría de risa en la cara. Sería como ofrecerle un globo de cumpleaños a quien, desde siempre, estuvo yendo y viniendo por el tiempo dentro de un globo aerostático, complicando los hechos más que reparándolos.
Pero la personalidad del mitómano es algo que dejamos para el artículo que completa la segunda parte de esta editorial. Considero honestamente que debido a la misma, lo más razonable que puedo hacer es cambiarme de identidad, dejarme crecer la barba, hacerme las valijas y largarme rajando a otro país. Leer la segunda parte de esta editoria haciendo clic AQUÍ.
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