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EL LADO ‘OSCURO’ DE UNA PASIÓN

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¿Por qué escriben
los que escriben?

WILDE DIJO: "TODO arte es innecesario”. Gran verdad. Y gran mentira. Gran verdad porque el arte no le va a salvar la vida a nadie. Gran mentira, porque sin arte no es vida lo que es vida. Sacale la guitarra a un guitarrista; no se va a morir, pero tampoco va a vivir. Sacale la mujer ideal al poeta; no se va a morir, pero no va a saber amar. Sacale el fútbol a la gente; ningún medio registrará muerte alguna, pero… ¿en qué otro lugar ha de brillar esa pasión maravillosa que hoy sólo vemos condensada en los estadios?
     Hay necesidades que no son necesidades. Escribir es una necesidad absurda. Nadie necesita escribir para poder vivir; el escribir no constituye alimento, no sirve para respirar y ya ni siquiera ayuda al hecho de soñar. Pero los que escriben no pueden vivir sin escribir. Para el escritor todo cuanto lo rodea es eso: el comienzo o la conclusión de un cuento, la esencia de una crítica, el axioma que necesita para resultar una novela. El escritor en realidad es un retratista. Es más… es un retratista improvisado, sin vuelo, sin el valor de encarar una disciplina tan compleja y colorida como la pintura. Es que… un escritor, no tiene disciplina. No la acepta. Pero no que no la acepta porque fuera rebelde o algo por el estilo (un escritor no tiene valor ni ingenio para ser rebelde); no la acepta porque la disciplina es algo completamente “impolítico”. Un escritor sueña su mundo ideal. Si ese mundo ideal fuera real, el escritor no podría serlo. ¿De qué escribiría? El que escribe tan sólo es un profesional en cuanto a absorber el sufrimiento de este mundo y retratarlo de manera tal que lo figure heroico, oscuro, justificable, sutil, mágico, imitable.
     Onetti, más o menos a este respecto, sentó una diferencia con su par Vargas Llosa. El oriental recuerda que el peruano le dijo una vez que asumía el oficio de escribir como otro trabajo más; es decir, dedicaba ocho horas al día a este ejercicio, y así siempre. En cambio Onetti aceptaba que su relación con la escritura era más bien vaga, insensata, trasnochada. Por lo tanto, escribía como escriben muchos: “cuando le viene”. A todo esto, el uruguayo precisó inmejorablemente: “Vargas Llosa está casado con la escritura, por lo cual esta misma es su mujer. En cambio, para mí, la escritura es mi amante”. Pero una cosa es clara: tanto uno como el otro, para escribir las cosas que escribieron, cuánto mambo que habrán tenido dentro de sus cabezas.
     Escribir es un oficio controvertido, tan razonable como esquizofrénico. Sobre todas las cosas, los escritores están muy bien vistos; tienen una prensa gratuita desde que existe la escritura. Escribir se adscribe al consciente colectivo como una actividad plenamente intelectual, de ahí la relación carnal entre un escritor y la misma intelectualidad. Estamos acostumbrados a creer que los intelectuales son gente de bien, respetables, más pensantes que el resto. En realidad, es lo que nos hicieron creer los mismos intelectuales, ya que son los que hablan por la radio, por la televisión, en los diarios, todos los libros. Naturalmente, nadie en su sano juicio va a hablar mal de sí mismo, al contrario… Más claro: cuando una persona dice “qué gran escritor es Borges”, lo que en verdad está diciendo es “qué grande que soy yo, que puedo abarcar el mundo de Borges”. Si dijera en cambio “Borges no me gusta”, lo que estaría diciendo es “soy tan, pero tan grande que hasta puedo darme el lujo de no gustar de Borges”. En resumen, siempre está hablando bien de sí mismo.
     Lo que muy pocas veces o nunca se le dice a la gente es que un intelectual puede ser también un loco, un asesino, un violador, un político. No necesariamente la intelectualidad debe adscribirse sólo a razones simpáticas al juicio de las masas, pero por supuesto que ya es muy tarde para revertir esta tendencia. De la misma manera sería incansable y devastadora una empresa tendiente a despegar al escritor de todo el fuselaje intelectual del que está embestido más por buena prensa que por propio merecimiento. El oficio de un intelectual es pensar, por lo tanto no es un oficio (no se emplean las manos; no se genera nada concreto; no se produce nada real). En cambio, el de un escritor es escribir (“representar las palabras o las ideas con letras u otros signos trazados en papel u otra superficie”, según la RAE). Y sí, eso sí: escribir es un oficio, técnicamente hablando. Pero se ve que lo de “oficio” no satisfizo del todo la vanidad (inconmensurable) del escritor; como que no es muy halagador aquello de compartir status con un mecánico, o un esquilador, o un electricista, o un gasista, o un zapatero. De manera, entonces, que el escritor tuvo “el tupé” de prenderse de aquello de intelectual y así especular con un ascenso estatutario que salvaguarde su persona de las grasas, las pulgas, la corriente, los hedores de una tubería tapada y el olor a pata del resto del mundo. La escritura reniega de su origen concreto y manual para arribar a algo que es más bien nada antes que cualquier otra cosa.
     Por esto mismo es que no tienen éxito las críticas de aquellos escritores buenos en tanto que hablan mal de los malos escritores. Los malos escritores serían aquellas personas que pretenden escribir como buenos escritores pero terminan haciendo cualquier bagatela; Coelho o King, por citar los más renombrados ejemplos. ¿Qué le puede reprochar uno bueno a uno malo en tanto que un mal escritor pretende ser uno bueno, y uno bueno por los siglos de los siglos ha pretendido ser de todo, desde intelectual a filósofo, desde crítico a psicólogo? Visto de este modo, da la impresión de que “la tiene más clara” el malo que el bueno, ya que como decimos el primero quiere simplemente escribir, en tanto que el segundo… quiere ser poco menos que un Dios.
     Precisamente estas cosas que venimos señalando – la fingida intelectualidad, la vanidad a prueba de balas, el hecho de renegar de ser un simple oficio más, el deseo arrollador de ser un Dios – completan toda la maraña ferroviaria que confluye en el mismo punto que señalábamos antes: el desprecio de un escritor hacia toda forma de disciplina. Se puede ser algo, pero no se puede ser todas las cosas. Vargas Llosa, con lo gran escritor que es, ya no se sabe qué demonios quiere ser: escritor, intelectual, crítico, idealista, exiliado, político, politólogo, marxista, liberal, neoliberal, peruano, europeizado… Y sin embargo, porque es Vargas Llosa, y porque es escritor, ha tenido la licencia (y la tiene) de ser palabra mayor en donde sea que hable. Y sus artículos (ah, también es ensayista o periodista o editorialista), viajan a través de la red de un rincón a otro del planeta.
     Hay una explicación razonable a todo esto, ojo: el escritor es capaz de hacer cualquier cosa con tal de sostener aquel mundo ideal que mencionábamos en un principio. Pero hete aquí el gran dilema: hacer cualquier cosa es muy pero muy diferente (si no la antípoda) de hacer algo en concreto. La droga del escritor es el idealismo, por lo que un mundo perfecto o con todos sus problemas resueltos sería equivalente a un desierto agrio, romo, inhabitable. El escritor ha nacido para transitar las complejas sinuosidades de la vida, y no para rodar por el derecho camino del sentido práctico. La cruda realidad es la excusa inapelable que tiene el escritor para instar a un mundo ideal que vive dentro de su cabeza, más como un sueño que recordamos a medias mientras que untamos la tostada que como un deseo convincente. Es un aventurero del pensamiento, un avezado que se propone horadar hasta lo más blando e intangible del alma humana.
     Lo último, entonces, explica la esencia de esa “necesidad no necesidad” que nos pareció descabellada en un principio. Se trata de una necesidad insabible, imposible de satisfacer. El escritor es como un neurótico que rechaza la cura de sus problemas con tal de tener de qué quejarse, porque en base a eso sustenta el mundo interior que lo define, que lo resalta, que lo hace único en el mundo. Ama su idioma porque es la única forma con la que cuenta para acceder a ese mundo disciplinado en el que no podría vivir; sufre como si le amputaran un dedo cada vez que la Real Academia Española se propone alguna insubstancial modificación de la lengua, como ser quitarle el acento a “sólo” o a “ése”; se disgusta en grado máximo siempre que alguien escriba “k” en vez de “qué” o “que”, métodos abreviados que considera sumamente subversivos (esto último más por una cuestión de envidia que por cualquier otra cosa). Y lo más gracioso: se autoproclama (¡oh, qué escritor no lo hizo, por Dios!) como un idealista hecho y derecho, pero toda su vida se sintetiza en un individualismo acendrado, ya que vive apartado, sueña en secreto, sólo comparte una idea cuando está convencido de que nadie va a robársela, es más machista que una mujer machista, se hace lenguas hablando de que la mujer perfecta tiene que ser como la musa de Goethe o Bécquer (así de virginales y castas tienen que ser las mujeres para él), pero no concibe bajo ningún punto de vista morirse alguna vez sin antes haberse acostado con cuarenta mujeres juntas, todas recontraputas e insaciables. Vive un absurdo; un oficio advenido en arte; una ínfula mamarracheada como intelectualismo; un idealismo sólo para los demás, los comunes, la plebe amorfa y pueril.
     No son mala gente los escritores, pero sí que son intratables. Pretenden figurarse como democráticos, como abiertos a la crítica literaria de los demás, en tanto que cuando esto ocurre de modo inconveniente se sienten más dolidos que una mujer a la que le dicen “gorda, aflojá con los postres”. Tocan el sentimiento de la gente porque saben dónde gusta y dónde duele; se hacen los humanistas, se hacen lenguas hablando peste de los regímenes totalitarios (retratando el sufrimiento humano ante la borrachera de los dictadores), pero envidian más a Hitler que a ellos mismos. ¡Atención! Cuando un escritor dice “esto no me gusta” es porque ya fue y vino, saboreó, degustó, experimentó, se extasió obscenamente… Cuando dice “esto no me gusta” en realidad quiere decir “esto no me gusta más”, porque ya se aburrió hasta el vómito de lo mismo. No son racistas los escritores, porque en realidad hay muchas razas en el mundo en tanto que él sólo discierne dos: él y el resto de la humanidad.
     Pero así y todo están bien vistos los escritores. La gente los tiene como a profetas, como a poetas, como a intelectuales, como a revolucionarios, como a ídolos. De hecho, escribir es una de las cosas más envidiadas que existen: todos quisieran escribir bien. El pobre, el rico, el negro, el blanco, el empresario, el sacerdote, el político, el juez, el enamorado, el empleado público, el barrendero, el docente, todos, absolutamente todos quisieran poder escribir bien, tener esa llegada, esa picardía, esa luz. En realidad, todo el mundo podría escribir bien (no hay mayores secretos), pero el único que tiene la inverecundia de asumirlo es el mismo escritor. Eso mismo es un escritor: un desvergonzado o, en la más certera y criolla manera de decirlo, un sinvergüenza.
     Dijo alguien por ahí que después de Shakespeare no queda más por escribir, que todo cuanto se escriba será en medida alguna repetición de algo ya pronunciado anteriormente. Verdad relativa (cómo les fascina a los escritores relativizar las cosas). Los escritores también son seres humanos y también sufren; se resigna muchas cosas (la dignidad las más de las veces) en aras de ese prestigio espurio que emana de su sola mención (es lógico y entendible. Al músico le gusta naturalmente que lo tengan por tal, lo mismo con el médico y el ingeniero. Pero cuando uno dice músico dice músico; cuando dice doctor, dice doctor; y cuando dice ingeniero, se refiere a un ingeniero. En cambio, cuando una persona dice escritor en realidad está diciendo varias cosas: pensador, novelista, poeta, intelectual, crítico, humanista, bohemio, bacán, etc., etc., etc. Escritor es una suerte de raro título nobiliario).
     Los problemas de este mundo siguen siendo los mismos, aunque lo único que cambie con el tiempo son las formas de experimentarlos, de llegar a los mismos y – en el más feliz de los casos – de resolverlos. Por eso que es relativo que con Shakespeare se haya acabado todo lo que quede para decir. Una persona de hoy en día siente muy distinto de cómo se sentía quinientos años atrás. Aquí mismo se explica, entonces, el rasgo más esencial de toda esta historia: un escritor es, ante todo, una usina de sentimientos, un nervio aislado de la sociedad que constantemente está siendo sensibilizado por lo que sea. Lo que para el común de la gente puede pasar desapercibido, para el que escribe es esencial en la medida que explique el resarcimiento de esta tragedia repetida que es la vida en el mundo. En la mayoría de los casos, empero, esa misma tragedia no va más allá de la sutil esquizofrenia que vive todo escritor (figúrese que Goethe decía que en toda su bibliografía se explicaba el gran secreto de su vida; de “su vida”, que no de la de los demás).
     Quedaría por resolverse entonces si un escritor escribe fundamentalmente para sí o para los demás. Cosa difícil de responder en serio: si escribiera para sí, entonces para qué demonios tanto revuelo para que los demás lo lean; pero si escribiera para los demás, estaríamos ante el descubrimiento de una inagotable contabilidad de taras consistentes en seguir insistiendo porque el mundo cambie desde tiempo inmemorial. Desde que la escritura existe el ser humano no ha pasado a ser mejor persona, menos corrupto, menos dócil, más progresista. Sigue el hombre enfundando las mismas calamidades humanas desde que es hombre… y la sociedad por su parte no deja de repetir las mismas indolencias de siempre. Entonces, ¿para qué escribir?
     Por más pesimista que sea un escritor, no por ello conseguirá desligarse de su mentada relación con el idealismo, por lo que por una simple cuestión de memoria colectiva todo su esfuerzo tenderá a la insana manía de conseguir un mundo mejor. Un mundo mejor que obviamente no verá jamás, lo cual lo llevará naturalmente a lamentables episodios de vergüenza, frustración, más esquizofrenia todavía. Un mundo mejor que, de verlo alguna vez, significaría el cese forzoso de aquella vocación que ya no tendría razón de ser. Vergüenza, frustración, esquizofrenia, sumado a la hipocresía de vivir de los males de este mundo… todo conduce a un sentimiento de culpa, antes que a uno de resignación.
     Entonces, ya podemos ir respondiéndonos por qué escriben los que escriben. Escriben para pedir perdón por la absurdidad inconmensurable del propio existir (se proclaman idealistas, de hecho no pueden no serlo, pero son acendradamente ermitas e individualistas, a no ser que alguna vez veamos a un grupo de escritores escribiendo para salvar al mundo de alguna invasión extraterrestre). Escriben para salvar al mundo de que nadie lo salve. Escriben por una rara mezcla de humildad y vanidad (son gente sencilla los escritores, se conforman con que no falte tabaco, yerba mate y algo de sexo; pero eso sí, son escritores, es decir, reyes de la verdad por más que lo nieguen). Escriben por el capricho de testimoniar lo que sucede, lo que les sucede o desearían que les sucediera; escriben porque no les sucede otra cosa más que el deseo de escribir. Escriben porque si no nadie los tendría por escritores (si pudieran serlo sin escribir, de seguro que muchos no escribirían en absoluto). Escriben para entretener, y (o, mejor dicho) entretenerse. Escriben porque no hay que estudiar para escribir, ni recibirse. Escriben porque saben escribir (léase no saben pintar, tocar el piano, cambiar la llavecita de la luz, hacer de comer… es decir, porque no sirven para nada, por lo que cuando alguien les dice por el Messenger “hola, viejo, ¿qué estás haciendo?” en vez de honestamente responder “no sirvo para nada entonces no estoy haciendo nada” es mucho más elegante de decir “eh… emmmhhh… estaba escribiendo”). Escriben porque escribir es un milagro (es un milagro sobrevivir a tanta inacción). Escriben porque el vino los levantó de alguna nueva frustración diaria, porque alguna rubia insospechable les miró el brillo de los zapatos, porque se les ocurrió otra manera de ponerse en lugar de una madre soltera, un asesino serial o un vendedor de sortijas. Escriben, pues, para justificar o desdibujar la propia culpa de existir en un mundo que se derrumba, que ya hace miles y miles de años que se viene derrumbando, y ellos, muy panchos, muy a gusto, más que reconfortados, allí… con vergüenza y sin vergüenza… mientras el mundo se sigue desplomando, los muy coquetos, allí están… escribiendo, como si nada sucediera.

HISTORIA DE VIDA – Cabo Primero de la UR II Marcos E.

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POLICÍA DE ROSARIO:
entre el fuego y la desidia

* "El delincuente primero te tiene que matar para que vos le puedas disparar".
* "La mayoría de los compañeros no entra por vocación; entra por trabajo".
* "Los mismos vigilantes lo mataron para robarse el blindado".


NOTA: Los invito a que descarguen el audio de dicha entrevista pulsando AQUÍ MISMO. En la grabación, deberé reprocharme las notables imperfecciones técnicas, producto quizás del dato no menos relevante de que la charla con el entrevistado transcurre en pleno ejercicio de sus funciones. La entrevista dura 27 minutos, pero vale la pena escuchar, ya que lamentablemente por cuestiones de espacio no pude transcribir en el artículo un montón de cosas interesantes. El condescendiente lector comprenderá que tanto en el audio como en la nota en general, a pedido del mismo Cabo Marcos E., me vi impelido a desfigurar su verdadera identidad.


AL CABO PRIMERO de la Unidad Regional II, Marcos E., es cuestión simplemente de darle un poco de cuerda para que marche por sí sólo y largue de una vez todo lo que tiene para decir. Eso sí, una vez que empieza: agárrense; la relación de sus vivencias como así mismo la retórica descarnada con que las cuenta puede que atenten contra flojos y desprevenidos.
     Es bien visible la forma en que la fuerza del destino se cierne sobre un hombre de la ley: no sólo que es hijo de tal, sino que además también está casado con una mujer policía. Pero esto no quita que Marcos E. vaya a decir: “La mayoría de las mujeres no entran por vocación; entran por trabajo. Ellas mismas te lo dicen: van por un sueldo nomás. Mi señora, hago mal en decirlo, pero... se metió, no sé por qué se metió (...). Por ahí, ella se olvida que es policía”. En cuanto a los hombres, no piensa muy distinto que digamos: “No lo llevan en el alma”.

"Cuestión de Principios", precisamente

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LO QUE A continuación se diga deberá obligadamente asumirse como un argumento ‘no calificado’, y por la sencilla razón de que no soy yo lo que se conoce como un crítico de cine. ¿Y por qué no puedo ser yo un crítico de cine? Muy simple: porque los críticos de cine, necesariamente, ven las películas sobre las que luego opinan. Y yo por lo general no consigo ver una película más de diez o quince minutos, sobre todo si se trata de cine nacional. ¿Y por qué? También… muy simple: porque no las aguanto.
     Conversar sobre cine para mí siempre termina siendo “discutir” sobre tal cosa. Les aseguro que los peores anatemas sobrevuelan mi persona cada vez que me pronuncio inconvenientemente respecto de una película; siempre es así y no creo que alguna vez vaya a cambiar. Pertenezco a una muy diezmada minoría humana abocada a observar lo que el grueso de la gente generalmente desdeña; para mí un simple gesto vale oro, una mirada a tiempo es determinante, un guiño fugaz equivale sencillamente al paraíso. Cuando encuentro alguna de esas tres cosas en una película, la sigo mirando; cuando no, me voy a dar vueltas en bicicleta o me tiro a dormir.
     La calidad, para mí, no tiene muchas vueltas.
     Hace unos días vi la película “Cuestión de Principios”. Todavía no lo puedo creer: la miré hasta el final. Incluso deseando con todo el alma que nunca terminara. En materia de cine soy la persona más odiosa que pueda imaginarse, pero esta vez debo “bajar un cambio”. Mucho de cine no sé; no soy cinéfilo ni nada por el estilo. Pero esto no quita que no me anime a pronunciar lo siguiente: sin temor a equivocarme y con toda plenitud puedo afirmar que “Cuestión de Principios” es la mejor película que el cine nacional ha realizado en toda su historia. El producto más elaborado y más fino de toda nuestra industria cinematográfica.
     Bien… y ahora viene la parte en que el ‘no calificado’ crítico de cine debe explayar sus afirmaciones.

Nosotros, y NUESTRO cine

     El cine, en cierto modo, es la cara que una nación le pone al mundo. En esa cara influyen muchas cosas: cultura, idioma, raza, no raza, prejuicio, dogma, política, religión… Luego de ver una película francesa, por ejemplo, con toda naturalidad podemos decir: “Así son los franceses”, y dentro de lo mismo se adscribe ‘libertarios’, ‘románticos’, ‘maricones’, ‘creídos’, ‘poéticos’, ‘católicos’, ‘napoleonistas’, etc. Pero hay otra cosa que también influye en esa cara y que transige de forma paralela: la sinceridad. ¿Y cuándo se nota esa “sinceridad”? Precisamente cuando el film ofrece un testimonio ostensible de la realidad, es decir, cuando en rigor los franceses son “eso” que queda plasmado en la pantalla.
     Al respecto del más promocionado cine nacional – digo esto sin ánimos de ser arbitrario o concluyente – deberé reprocharle la dudosa existencia de esa sinceridad que nos permite ofrecerle al mundo y ofrecernos a nosotros mismos esa cara que nos detalla tal cual somos en verdad. Siempre me ha sido dado observar en buena parte de nuestros filmes una desesperada oscilación pendular que va de la “canchereada” norteamericana a la jactancia y el desbocamiento europeos, lo cual implica una copia descarada no precisamente de un estilo sino más bien de una falta del mismo. Copiamos lo que otros hacen mal.
     Pero me llevé una tremenda sorpresa con “Cuestión de Principios”. Digamos que llegó en mi momento de mayor descreimiento al respecto, es decir, cuando ya descartaba que los argentinos sirviéramos para hacer cine (más allá de “Rancho Aparte” y de “El Perro”). Con el cine argentino, me parece, pasa lo que pasa con el hijo de familia que se avergüenza de sus humildes orígenes, por eso que recurre a artimañas de lontananza para fraguar una imagen salvaguardadora de la dignidad de alto vuelo que pretende. Con “Cuestión de Principios” sucede exactamente a la inversa: se enorgullece de esa materia prima nacional – que conjuga picardía, idealismo y soledad – y la hace retoñar cual celoso capullo que rompe en medio del invierno. Cae de maduro, entonces, que con un filme así no sólo se aclara aquello que somos, sino también aquello que podemos llegar a ser. ¿Y por qué? Por la sencilla razón de que asumimos el valor de aceptarnos como somos.

Trinomio estelar de genialidad

     En mi desasosiego por hallar el mayor responsable de semejante obra de arte, me debato entre tres paradigmas insondables: Roberto Fontanarrosa (el autor de “Cuestión de Principios”), Rodrigo Grande (el director) y Federico Luppi (el alma de la película). En primer término, entonces, lo tenemos al escritor, al hombre encargado de horadar la profundidad del ser en busca de esa poesía recóndita que nos cataloga como humanos, como argentinos, y como rosarinos dado el caso. Al pícaro descarado que se hace un picnic literario con el empeño argentino de hallar enemigos para nuestra densa soledad de héroes; que plantea incluso una épica “lucha de principios y de filosofía de la vida” para olvidarse de la misma con tal de dormir con una rubia soñada; que ilustra inmejorablemente al ser nacional, con sus grandilocuencias y sus jactancias, sus caprichos y sus histerias, sus principios y sus fines. Era cosa, pues, de volver a las fuentes, de solicitar a los que saben. Tan simple como recurrir a la magia de Fontanarrosa.
     Seguidamente, Rodrigo Grande imparte escuela sin mayor presunción que la realización de un producto fino y entretenido, bien ilustrativo del caldo magmático sobre el que se funda nuestra argentinidad. Si hay algo que el director se ha propuesto en el film es la sutileza con que los hechos van empalmando uno tras otro, sin recurrir a “norteamericaneadas” reveladoras ni muchos menos a esas densas y aburridas especulaciones del más barato cine europeo en pos de redondear una cursilería atómica. “Cuestión de Principios” no recurre a artificios taquilleros ni a sensiblerías vergonzantes para granjearse la simpatía del que no tiene ni idea. El director ha conseguido que Pablo Echarri luzca el talento que se le escapa por los poros de la piel y, por otro lado, que tesoneros actores rosarinos de la talla de Mario Vidoletti y Carlos Martínez tengan su merecido espacio en la pantalla grande nacional. Pero fundamentalmente Rodrigo Grande destaca por una cosa en particular, impensada en la mayor parte de nuestro cine: la tarea de recordarle al actor argentino que los personajes también tienen alma.
     Por último, por si algo le faltaba a esta ingeniosa sociedad de creatividad y ocurrencia escénica, Federico Luppi completa “Cuestión de Principios” no sólo con el prestigio que lega su solo nombre sino además desplegando una performance deslumbrante, verdaderamente lograda y pulida, a la que se suma (por si esto fuera poco) la no menos eminente participación de Norma Aleandro, vital para la sutil maquetación del ser nacional que insinúa el filme. Luppi encarna inmejorablemente (sin exageraciones) al argentino “tipo”, con sus idealismos y sus prejuicios de siempre, sus casi confesos anhelos de heroicidad y su ingobernable galantería a flor de piel. La excelente interpretación de Luppi más que una actuación debería considerarse un legado didáctico para conocernos más profundamente a nosotros mismos; cada gesto, cada palabra, cada vacilación del personaje nos abre una puerta al hermético mundo de nuestras dudas, nuestros deseos y nuestras emociones. Estimo que “Cuestión de Principios” constituye un pináculo de perfección en su ya basta carrera.

¿De qué trata la película?

     Adalberto Castilla (Federico Luppi) trabaja en las oficinas de la Terminal Puerto Rosario, a la que se suma nada menos que como gerente un joven impetuoso y arbitrario: Silva (Pablo Echarri). Resulta que Silva atesora en su despacho una vieja colección de la revista “Tertulias”, a la que sólo le falta un número: el 48. Adalberto Castilla, hombre inveterado y padre de familia, no sólo que se sorprende y entusiasma con las revistas de Silva sino que además casualmente en su casa guarda el ejemplar que falta a la colección. El gerente, de inmediato, decide comprar ese número ofreciéndole un pago exorbitante, pero Castilla testimonia que, por razones afectivas, no puede acceder a lo mismo.
     Silva, empresario divorciado, recién regresado de Europa tras el rastro de su ex mujer y de su hija, hombre poco acostumbrado a recibir negativas a sus caprichos (y que encima debe tolerar el distanciamiento de sus seres más entrañales), se encona por conseguir ese número que le falta, mientras que Castilla se ufana por todos lados de haberle plantado un “no” a la prepotencia con que el gerente pretendió avasallar sus principios morales y afectivos.
     Entre Silva y Castilla se origina un cisma, entonces. El uno aplicará la “ley del más fuerte” en pos de conseguir el número que le falta para completar la colección; el otro, insistirá con sus cuestiones particulares para no ceder al respecto, incluso soportando la presión de su familia porque le venda de una buena vez esa revista. En el filme queda claro hasta qué punto es válida la porfía de Castilla como así mismo la insistencia de Silva. Mucho más que una “Cuestión de Principios” se pone en juego en un film que seguramente nos ayudará, como a Adalberto, a “recuperar cosas que ni yo mismo sabía que había perdido”.

¡En Rosario se puede!

     Uno de los datos más relevantes de la puesta en escena de “Cuestión de Principios” es que se haya rodado íntegramente en la ciudad de Rosario, además de que la historia es obra y arte de un rosarino de pura cepa: Roberto Fontanarrosa. Pero para mí lo más extraordinario de todo es que desde nuestra ciudad se le haya brindado a todo el país semejante obra maestra. Si promediando este artículo puse en duda la idoneidad de los argentinos en materia de cine y buena actuación, imagínese el lector cuánto mayor es mi sorpresa y contento si la mejor película nacional precisamente tiene a mi ciudad no sólo como escenario del film sino además como paradigma de arte y argentinidad. Si bien muy ocasionalmente el cine argentino ofrece producciones de insospechable calidad (dentro de lo cual muy por supuestamente que NO se adscribe “El Secreto de sus Ojos”), estimo que la obra de Rodrigo Grande establece un antes y un después en la pantalla grande nacional.
     En el filme Rosario se insinúa con un colorido cauto y decente (prácticamente tan linda como Mendoza), donde no obstante se hace hincapié en la compacta vorágine céntrica, el énfasis urbanista, la majestuosidad del río, la importancia de su puerto, el afán futbolero, el diario “La Capital” (más que un periódico, una costumbre rosarina), las hermosas mujeres y esos dos caprichos extras que completan la personalidad de Rosario: la afición por la aeronáutica y el rugby. ¿Se podría reprochar que en la película no aparezca el Monumento a la Bandera? Yo creo que hasta en eso Rodrigo Grande ha sido grande: pues, ¿para qué insistir con aquello que ya está requete archi conocido por todos? El director contribuye a la identidad de nuestra ciudad desde una perspectiva paralela a lo recalcado por la folletería turística.
     Sin embargo, el mensaje más esperanzador radica en el siguiente punto: ¡en Rosario se puede! ¡Sí, se puede hacer cine! ¡Y cine de gran calidad! Esta afirmación debe significar un bálsamo de entusiasmo para el numeroso círculo de actores y aficionados locales cuyas esperanzas de profesionalismo hasta el momento sólo distinguen algo de oxígeno en la gran Capital. “Cuestión de Principios” postula irremediablemente a Rosario como a un escenario cinematográfico tan interesante como imperdible.
     Era ya hora que la camada de artistas locales aspire a lucirse en la pantalla grande sin por ello tener que emigrar; sinceramente ofrece un paisaje desolador la sola contemplación del joven actor rosarino echando su suerte tras las mezquinas chances de realización profesional que ofrece Buenos Aires. Mucho talento local transita por la autopista en busca de un destino que, por descuido quizás, hasta ayer se lo negó Rosario.
     “Cuestión de Principios”, entonces, sienta un precedente inconmensurable no sólo para nuestra ciudad sino para todo el resto del país. ¡Poder… se puede! Es preciso que los hacedores de nuestro cine revaloricen el nivel de oportunidades cinematográficas que ofrece todo nuestro país. ¿Se imaginan todo lo que se podría hacer en las Sierras Cordobesas, en Mendoza, en la Patagonia, donde diablos se ponga una máquina filmadora? Yo propongo incluso que las provincias destinen un fondo exclusivamente para promover la industria cinematográfica circunscripta a sus paisajes, sus pueblos y ciudades. Buenos Aires misma tendría que apoyar una iniciativa de esta naturaleza, con vistas a que en un futuro próximo se revalúe la muy devaluada entrega de los premios y menciones al cine local. Hoy por hoy, el Martín Fierro… es más bien una deshonra a José Hernández antes que cualquier otra cosa.

¡Vayamos a lo ‘Grande’!

     Estilo es un vocablo que viene tanto del latín como del griego: stilus y stŷlos, y, entre las tantas acepciones que lo completan la que ahora importa es la siguiente: Manera de hacer una cosa que resulta característica de una persona, un país, una época, etc. Yo no sé si existe alguna remota relación o no, pero la casualidad en este caso también me hace tropezar con la palabra “estabilidad”, como cualidad de “estable”, es decir, aquello que no está en peligro de caer.
     Este humilde crítico “no calificado” deduce que, en la medida que el cine nacional adopte un estilo propio (léase sin “norteamericaneadas” y sin otras ridiculeces), necesariamente la estabilidad laboral se irá originando en tanto que las inversiones advengan para seguir promoviendo esa caracterización del ser nacional como de la riqueza global de todo este país. Un estilo propio es, pues, equivalente a una garantía de éxito para el eventual inversor (que, como dijimos, pueden ser las mismas provincias). La falta de ese estilo lo ubica al inversor en la postura de quien aporta sin saber para qué; ergo, nadie suelta el ‘mango’ tan fácilmente si no está convencido de que el resultado será auspicioso, de que no persigue algo serio.
     Todo director debiera tener presente una cosa fundamental en materia de buen cine: la sutileza, la fuerza del simple detalle. “Cuestión de Principios” gana en calidad, por lejos, sin recurrir a espectacularidades ni sensualidades pornográficas: sin hacer explotar un auto y sin desnudar una mujer, se roba la atención del público hasta el final. La película es la mejor de nuestro cine porque tiene “esencia”, porque, precisamente, cuenta con “principios” argumentales y gráficos que exigen el entusiasmo y la predisposición del público. El filme no se sustenta en la ya vieja y aburrida lucha del bien y el mal, ni tampoco acude a la subrepticia y capciosa ideologización política del público; es una película ostensiblemente humana rica en cuestiones humanas, donde en cierto modo se conjuga lo bueno y lo malo de cada uno de nosotros.
     Particularmente el argentino es una persona que despierta sus grandes interrogantes en todo el mundo; el argentino suele dar de qué hablar. No pocos son los pensadores extranjeros que se sintieron atraídos por la particular personalidad nuestra y que incluso han plasmado valiosas deducciones al respecto. Por nuestra parte, ya Sarmiento insinuaba en “Facundo” la singular manera en que nuestra geografía acondicionó la manera de ser del argentino; más adelante en el tiempo, el escritor cordobés Marcos Aguinis se hizo una fiesta con nuestros especiales temperamentos en “Un país de novela”, por cierto que éxito de ventas durante mucho tiempo.
     El cine nacional, entonces, tiene que seguir por ese camino. El argentino es un producto que intriga y apasiona; en fin, que se vende. Realizaciones como la de Rodrigo Grande entusiasman a lo grande, ya que ilustra sutil y exhaustivamente a ese argentino típico tan discutido y admirado, tan lleno de convicciones como de absurdos inextricables. Nuestro cine debe adoptar una nueva responsabilidad, y que naturalmente redituará en números: la de fomentar un estilo propio con elementos propios (y hasta con técnica propia); llegó la hora de escarbar en lo más entrañable de nosotros y de hacer escuela mostrándole al mundo por qué somos como somos. Estoy seguro que no va a alcanzar la cantidad de actores que hoy sueñan con su estrella, porque hay mucho para contar, mucho para enseñar, hay poesía de sobra y, obviamente, mucho cine por delante.

El misterio de los argentinos (así nos ve un español ilustre)

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Me dispuse a limpiar un poco mi correo electrónico, cosa que pienso debería hacer de forma más contínua. Y bueno, me encontré con este mensaje que alguna vez me envió mi buen amigo Julio... Luego de volver a leerlo, y disfrutar de la gran verdad que engloba en sí mismo, me convencí que era algo que debía compartirlo con todo el mundo (es decir, con todas las personas que eventualmente pretendan formar parte de ese "todo el mundo" que, dicho sea paso, espero que sean muchas).
El texto, me acaban de informar, es 'viejo'. No entiendo a qué apunta eso de 'viejo'; probablemente a que ya lo leyó mitad de la población mundial. Pues bien, será posteado para que aquella otra infecunda mitad conozca este texto y para que la muy erudita mitad restante lo vuelva a leer.
Con seguridad, más adelante seguiremos conversando al respecto... ¡Ojalá les guste!

Una vez alguien le pidió al filósofo, catedrático, político, escritor y periodista español, Julián Marías - muy conocedor del pueblo argentino, de sus costumbres y, con un gran cariño por nosotros - que hablara de los argentinos, pero con visión desde fuera del bosque y de toda pasión.
Esto fue lo que dijo:

     Los argentinos están entre vosotros, pero no son como vosotros. No intentéis conocerlos, porque su alma vive en el mundo impenetrable de la dualidad. Los argentinos beben en una misma copa la alegría y la amargura. Hacen música de su llanto -el tango- y se ríen de la música de otro; toman en serio los chistes y de todo lo serio hacen bromas.
     Ellos mismos no se conocen.
     Creen en la interpretación de los sueños, en Freud y el horóscopo chino, visitan al médico y también al curandero, todo al mismo tiempo.
     Tratan a Dios como a 'El Barba' y se mofan de los ritos religiosos, aunque los presidentes no se pierden un Tedeum en la Catedral.
     No renuncian a sus ilusiones ni aprenden de sus desilusiones. No discutáis con ellos jamás!!! Los argentinos nacen con sabiduría!!! Saben y opinan de todo!!! En una mesa de café y en programas de periodistas-políticos arreglan todo.
     Cuando los argentinos viajan, todo lo comparan con Buenos Aires. Hermanos, ellos son 'El Pueblo Elegido...' por ellos mismos. Individualmente, se caracterizan por su simpatía y su inteligencia. En grupo son insoportables por su griterío y apasionamiento.
     Cada uno es un genio y los genios no se llevan bien entre ellos; por eso es fácil reunirlos, pero unirlos... imposible. Un argentino es capaz de lograr todo en el mundo, menos el aplauso de otro argentino.
     No le habléis de lógica. La lógica implica razonamiento y mesura. Los argentinos son hiperbólicos y desmesurados, van de un extremo a otro con sus opiniones y sus acciones.
     Cuando discuten no dicen "no estoy de acuerdo" sino "usted está absolutamente equivocado". Aman tanto la contradicción que llaman 'bárbara' a una mujer linda, a un erudito lo bautizan 'bestia', a un mero futbolista 'genio' y cuando manifiestan extrema amistad te califican de 'boludo'. Y si el afecto y confianza es mucho más grande 'eres un hijo de puta'.
     Cuando alguien les pide un favor no dicen simplemente 'sí' sino 'cómo no'.
     Son el único pueblo del mundo que comienza sus frases con la palabra 'no'. Cuando alguien les agradece, dicen: 'no, de nada' o 'no...' con una sonrisa.
     Los argentinos tienen dos problemas para cada solución. Pero intuyen las soluciones a todo problema. Cualquier argentino dirá que sabe cómo se debe pagar la deuda externa, enderezar a los Militares, aconsejar al resto de América Latina, disminuir el hambre de África y enseñar Economía en USA.
     Los argentinos tienen metáforas para referirse a lo común con palabras extrañas. Por ejemplo, a un aumento de sueldos le llaman 'Rebalanceo de Ingresos', a un incremento de impuestos 'Modificación de la Base Imponible' y a una simple devaluación 'Una Variación Brusca del Tipo de Cambio'. Un Plan Económico es siempre 'Un Plan de Ajuste' y a una Operación Financiera de Especulación la denominan 'Bicicleta'.
     Viven, como dijo Ortega y Gasset, una permanente disociación entre la imagen que tienen de si mismos y la realidad. Tienen un altísimo numero de psicólogos y psiquiatras y se ufanan de estar siempre al tanto de la última terapia. Tienen un tremendo súper ego, pero no se lo mencionen porque se desestabilizan y entran en crisis.
     Tienen un espantoso temor al ridículo, pero se describen a si mismo como liberados.
     Son prejuiciosos, pero creen ser amplios, generosos y tolerantes.
     Son racistas al punto de hablar de 'Cabecitas Negras' en un pais que no hay negros.
    LOS ARGENTINOS SON ITALIANOS QUE HABLAN EN ESPAÑOL. PRETENDEN SUELDOS NORTEAMERICANOS Y VIVIR COMO INGLESES. DICEN DISCURSOS FRANCESES Y VOTAN COMO SENEGALESES. PIENSAN COMO ZURDOS Y VIVEN COMO BURGUESES. ALABAN EL EMPRENDIMIENTO CANADIENSE Y TIENEN UNA ORGANIZACIÓN BOLIVIANA. ADMIRAN EL ORDEN SUIZO Y PRACTICAN UN DESORDEN TUNECINO.
     Conclusiones: ¡¡¡SON UN MISTERIO!!!!

Voluntariado Universitario e hipocresía institucional

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La folletería reza que desde 2006 "el Programa de Voluntariado Universitario inició su camino con el propósito de profundizar la vinculación de las Universidades Públicas con las necesidades de la comunidad", y prácticamente todos los estudiantes que se han adscripto al proyecto resaltan que el mismo es un logro de "este" gobierno (el kirchnerismo). Por otro lado, los proyectos particulares de los estudiantes pueden ser financiados hasta con $ 22.000 y deben contar con una duración de 6 meses a un año.
     Pero la cuarta presentación del Programa de Voluntariado Universitario, que tuvo lugar el lunes 18 de octubre en el Teatro "Nacional Rosario", muy lejos estuvo de ser una vidriera de proyectos y de debate criterioso para terminar siendo un soez mítin político en que las autoridades, eminentemente genuflexas a Kirchner, hasta se tomaron el atrevimiento de llamarse entre sí, como al mismo público, bajo el nombre de "compañeros" (lo cual, dado el caso, no deja de ser una solicitud partidaria).
     Oficiaron el Rector de la Universidad Nacional de Rosario, Darío Maiorana, como así mismo el Diputado Nacional por el Frente para la Victoria Agustín Rossi, quien hizo un ligero acto de presencia y dio algunas palabras. Otras leves figuras más completaron el circo de autoridades-siervas del kirchnerismo.
      Rossi tuvo la impertinencia de realizar una analogía entre el Voluntariado Universitario con el Servicio Cívico Voluntario, lo cual deja constancia de la mentada costumbre del oficialismo de "explicar" sus "proyectos" denostando puerilmente los proyectos ajenos. En toda la velada, no hubo ninguna autoridad que ofreciera una explicación seria al respecto del Voluntariado Universitario; todo se resumió en una viva alabanza al actual gobierno argentino como así también una ridícula e infantil demonización de todo lo que sea crítico con el primero.
     Al final, tuvo lugar una suerte de acalorado debate a partir del comentario de un estudiante cordobés, Juaquín Bazán, que simplemente levantó la mano para decir "que no le parecía correcto el grado de división que auspiciaban las autoridades, ya que todo queda reducido a NOSOTROS O ELLOS" (en increíble consonancia con un artículo que completa este blog). Una de las autoridades acometió con la bajeza de responderle a uno de los que se manifestaron de acuerdo con Juaquín con un argumento totalmente insidioso y extemporáneo: "En épocas de la 125, no sé de qué lado habrás estado vos" (prefiero no ensuciar el blog mencionando el nombre de este abyecto personaje).
     No cabe ni la menor duda que el peor terror del kirchnerismo y de los kirchneristas es el más mínimo disenso que pueda generarse. De inmediato apuntan con toda clase de anatemas, insultos y demás formas de descalificación.
     A continuación, le pedí explicaciones al Diputado Rossi al respecto de esa disparatada analogía que hiciera entre Voluntariado Universitario y Servicio Cívico Voluntario. Como viera el entrevistado que no era yo adepto a sus ideas, se volvió renuente y huidizo, pero no dejé pasar la ocasión para dispararle una pregunta que hace días me está comiendo por dentro: "¿Con qué altura moral puede la Argentina pedirle a Irán que extradite a los responsables de las voladuras de la Embajada de Israel y de la Amia en tanto que nuestro país ofrece asilo polítco al terrorista chileno Apablaza?".
     La respueta de Rossi me impelida a excusarme con los familiares de las víctimas de las entidades judías.
     Subyace a la entrevista al Diputado, otra que le hice a una estudiante que, como muchos, vino desde lejos a exponer su proyecto de voluntariado, a recibir ideas, críticas y concensos, pero que se vuelve a sus pagos con las manos vacías y el agrio resabio de haber presenciado una pueril jornada partidaria.




Notas Relacionadas: Nosotros y ellos

Crónica aligerada de un asalto

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ANOCHE ME ASALTARON. En realidad, un muchacho de 19 años (Jonathan, de nombre), siendo las 23,30 hs., me detuvo (Riobamba y Mitre) para pedirme la suma de $ 4 con el exclusivo fin de alcanzar una suma que le permita comprar cocaína en "Cochabamba y Pasco" (la dirección es inexacta, pues las calles son paralelas; quizás haya querido decir “entre Cochabamba y Pasco”). Le digo que "no pienso darle dinero para que compre droga"; incluso le ofrezco la posibilidad de comprarle comida (precisamente yo me dirigía a un almacén a comprar mi cena; recién volvía de mi trabajo). El muchacho insiste cargosamente. Lo describo de la siguiente manera: morocho, delgado, sucio, densa cabellera, ostensible aliento a vino; vestía gorra blanca y un conjunto deportivo azul claro, tirando a turquesa; traía consigo una bicicleta playera color violeta.
     Insisto con que no pienso darle dinero para que compre cocaína. El muchacho me dice que precisamente en este mismo día acaba de salir de prisión, y que ya lo había estado su padre por asesinar a dos policías (pretende amedrentarme). Me dice que "él no tiene la culpa de ser así" (intenta, pues, arbitrar una ridícula victimización, seguramente la que aprendió de memoria en la TV). De mi parte, le indico que de "seguir drogándose sólo va a conseguir volver al lugar del que termina de salir", además de que pondero la manera en que "está arruinándose la vida". Le pido que me diga dónde piensa comprar la cocaína: "Pasco y Cochabamba", me dice. A todo esto, es lógico que conseguí familiarizarme ciertamente con el joven, lo que provoca un efecto indeseado: el mismo se vuelve más cargoso en su singular pedido.
     Es inútil de mi parte todo acto "concientizador". Viendo que el muchacho hace ademán de halar un arma en su cintura me apresuro a sacar una navaja de mi bolsillo (cortaplumas, en realidad). El joven nuevamente vuelve a la carga con todo el mismo andamiaje de victimización de antes. Por mi cabeza dan vueltas dos cosas: salir “rajando” o intentar algo con la navaja; lo primero, luego no sería muy honroso de contárselo a mis nietos alguna vez, y en caso de clavarle la navaja en la garganta, temo fallar y no sostener las consecuencias. Aunque dudo que efectivamente esté armado. Calladamente espero que algún eventual patrullero aparezca por calle Mitre. Vuelve a insistirme con que le de $ 4. Le digo que le compro comida, pero que no le doy dinero. Nuevamente hace ademán de tomarse un arma; levanto un poco el Victorinox, pero el método se vuelve irrelevante (nada podría hacer yo si me apuntan con un revólver). El joven, finalmente, se sincera: "O me das la guita, o te lleno de agujeros".

Entrevista al compositor Marco Pereira

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De paso por Rosario, dentro del marco "Guitarras del Mundo, XVI Festival" - que organiza UPCN -, el prestigioso guitarrista brasileño MARCO PEREIRA me concedió la siguiente entrevista.
     Aproveché para preguntarle de todo, de todo lo que un músico o un aficionado quisiera saber. ¿Se puede vivir de la música? ¿Su música, tiene alguna influencia argentina? ¿Qué piensa de Agustín Barrios y de Heitor Villa-Lobos? ¿Cuántas horas por día hay que dedicarle a la guitarra?
     Pero mi mejor pregunta se consigna de la siguiente manera: "¿La guitarra, en su vida, ocuparía el lugar de una esposa o de una amante?".
     La respuesta que MARCO PEREIRA ofreció me emocionó profundamente. Bien ilustrativa al respecto del nivel de artista y de ser humano que tuve el gusto de conocer.
     Los invito a que descubran esa respuesta y todas las demás. Estoy seguro que disfrutarán de la entrevista.


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