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"Cuestión de Principios", precisamente

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LO QUE A continuación se diga deberá obligadamente asumirse como un argumento ‘no calificado’, y por la sencilla razón de que no soy yo lo que se conoce como un crítico de cine. ¿Y por qué no puedo ser yo un crítico de cine? Muy simple: porque los críticos de cine, necesariamente, ven las películas sobre las que luego opinan. Y yo por lo general no consigo ver una película más de diez o quince minutos, sobre todo si se trata de cine nacional. ¿Y por qué? También… muy simple: porque no las aguanto.
     Conversar sobre cine para mí siempre termina siendo “discutir” sobre tal cosa. Les aseguro que los peores anatemas sobrevuelan mi persona cada vez que me pronuncio inconvenientemente respecto de una película; siempre es así y no creo que alguna vez vaya a cambiar. Pertenezco a una muy diezmada minoría humana abocada a observar lo que el grueso de la gente generalmente desdeña; para mí un simple gesto vale oro, una mirada a tiempo es determinante, un guiño fugaz equivale sencillamente al paraíso. Cuando encuentro alguna de esas tres cosas en una película, la sigo mirando; cuando no, me voy a dar vueltas en bicicleta o me tiro a dormir.
     La calidad, para mí, no tiene muchas vueltas.
     Hace unos días vi la película “Cuestión de Principios”. Todavía no lo puedo creer: la miré hasta el final. Incluso deseando con todo el alma que nunca terminara. En materia de cine soy la persona más odiosa que pueda imaginarse, pero esta vez debo “bajar un cambio”. Mucho de cine no sé; no soy cinéfilo ni nada por el estilo. Pero esto no quita que no me anime a pronunciar lo siguiente: sin temor a equivocarme y con toda plenitud puedo afirmar que “Cuestión de Principios” es la mejor película que el cine nacional ha realizado en toda su historia. El producto más elaborado y más fino de toda nuestra industria cinematográfica.
     Bien… y ahora viene la parte en que el ‘no calificado’ crítico de cine debe explayar sus afirmaciones.

Nosotros, y NUESTRO cine

     El cine, en cierto modo, es la cara que una nación le pone al mundo. En esa cara influyen muchas cosas: cultura, idioma, raza, no raza, prejuicio, dogma, política, religión… Luego de ver una película francesa, por ejemplo, con toda naturalidad podemos decir: “Así son los franceses”, y dentro de lo mismo se adscribe ‘libertarios’, ‘románticos’, ‘maricones’, ‘creídos’, ‘poéticos’, ‘católicos’, ‘napoleonistas’, etc. Pero hay otra cosa que también influye en esa cara y que transige de forma paralela: la sinceridad. ¿Y cuándo se nota esa “sinceridad”? Precisamente cuando el film ofrece un testimonio ostensible de la realidad, es decir, cuando en rigor los franceses son “eso” que queda plasmado en la pantalla.
     Al respecto del más promocionado cine nacional – digo esto sin ánimos de ser arbitrario o concluyente – deberé reprocharle la dudosa existencia de esa sinceridad que nos permite ofrecerle al mundo y ofrecernos a nosotros mismos esa cara que nos detalla tal cual somos en verdad. Siempre me ha sido dado observar en buena parte de nuestros filmes una desesperada oscilación pendular que va de la “canchereada” norteamericana a la jactancia y el desbocamiento europeos, lo cual implica una copia descarada no precisamente de un estilo sino más bien de una falta del mismo. Copiamos lo que otros hacen mal.
     Pero me llevé una tremenda sorpresa con “Cuestión de Principios”. Digamos que llegó en mi momento de mayor descreimiento al respecto, es decir, cuando ya descartaba que los argentinos sirviéramos para hacer cine (más allá de “Rancho Aparte” y de “El Perro”). Con el cine argentino, me parece, pasa lo que pasa con el hijo de familia que se avergüenza de sus humildes orígenes, por eso que recurre a artimañas de lontananza para fraguar una imagen salvaguardadora de la dignidad de alto vuelo que pretende. Con “Cuestión de Principios” sucede exactamente a la inversa: se enorgullece de esa materia prima nacional – que conjuga picardía, idealismo y soledad – y la hace retoñar cual celoso capullo que rompe en medio del invierno. Cae de maduro, entonces, que con un filme así no sólo se aclara aquello que somos, sino también aquello que podemos llegar a ser. ¿Y por qué? Por la sencilla razón de que asumimos el valor de aceptarnos como somos.

Trinomio estelar de genialidad

     En mi desasosiego por hallar el mayor responsable de semejante obra de arte, me debato entre tres paradigmas insondables: Roberto Fontanarrosa (el autor de “Cuestión de Principios”), Rodrigo Grande (el director) y Federico Luppi (el alma de la película). En primer término, entonces, lo tenemos al escritor, al hombre encargado de horadar la profundidad del ser en busca de esa poesía recóndita que nos cataloga como humanos, como argentinos, y como rosarinos dado el caso. Al pícaro descarado que se hace un picnic literario con el empeño argentino de hallar enemigos para nuestra densa soledad de héroes; que plantea incluso una épica “lucha de principios y de filosofía de la vida” para olvidarse de la misma con tal de dormir con una rubia soñada; que ilustra inmejorablemente al ser nacional, con sus grandilocuencias y sus jactancias, sus caprichos y sus histerias, sus principios y sus fines. Era cosa, pues, de volver a las fuentes, de solicitar a los que saben. Tan simple como recurrir a la magia de Fontanarrosa.
     Seguidamente, Rodrigo Grande imparte escuela sin mayor presunción que la realización de un producto fino y entretenido, bien ilustrativo del caldo magmático sobre el que se funda nuestra argentinidad. Si hay algo que el director se ha propuesto en el film es la sutileza con que los hechos van empalmando uno tras otro, sin recurrir a “norteamericaneadas” reveladoras ni muchos menos a esas densas y aburridas especulaciones del más barato cine europeo en pos de redondear una cursilería atómica. “Cuestión de Principios” no recurre a artificios taquilleros ni a sensiblerías vergonzantes para granjearse la simpatía del que no tiene ni idea. El director ha conseguido que Pablo Echarri luzca el talento que se le escapa por los poros de la piel y, por otro lado, que tesoneros actores rosarinos de la talla de Mario Vidoletti y Carlos Martínez tengan su merecido espacio en la pantalla grande nacional. Pero fundamentalmente Rodrigo Grande destaca por una cosa en particular, impensada en la mayor parte de nuestro cine: la tarea de recordarle al actor argentino que los personajes también tienen alma.
     Por último, por si algo le faltaba a esta ingeniosa sociedad de creatividad y ocurrencia escénica, Federico Luppi completa “Cuestión de Principios” no sólo con el prestigio que lega su solo nombre sino además desplegando una performance deslumbrante, verdaderamente lograda y pulida, a la que se suma (por si esto fuera poco) la no menos eminente participación de Norma Aleandro, vital para la sutil maquetación del ser nacional que insinúa el filme. Luppi encarna inmejorablemente (sin exageraciones) al argentino “tipo”, con sus idealismos y sus prejuicios de siempre, sus casi confesos anhelos de heroicidad y su ingobernable galantería a flor de piel. La excelente interpretación de Luppi más que una actuación debería considerarse un legado didáctico para conocernos más profundamente a nosotros mismos; cada gesto, cada palabra, cada vacilación del personaje nos abre una puerta al hermético mundo de nuestras dudas, nuestros deseos y nuestras emociones. Estimo que “Cuestión de Principios” constituye un pináculo de perfección en su ya basta carrera.

¿De qué trata la película?

     Adalberto Castilla (Federico Luppi) trabaja en las oficinas de la Terminal Puerto Rosario, a la que se suma nada menos que como gerente un joven impetuoso y arbitrario: Silva (Pablo Echarri). Resulta que Silva atesora en su despacho una vieja colección de la revista “Tertulias”, a la que sólo le falta un número: el 48. Adalberto Castilla, hombre inveterado y padre de familia, no sólo que se sorprende y entusiasma con las revistas de Silva sino que además casualmente en su casa guarda el ejemplar que falta a la colección. El gerente, de inmediato, decide comprar ese número ofreciéndole un pago exorbitante, pero Castilla testimonia que, por razones afectivas, no puede acceder a lo mismo.
     Silva, empresario divorciado, recién regresado de Europa tras el rastro de su ex mujer y de su hija, hombre poco acostumbrado a recibir negativas a sus caprichos (y que encima debe tolerar el distanciamiento de sus seres más entrañales), se encona por conseguir ese número que le falta, mientras que Castilla se ufana por todos lados de haberle plantado un “no” a la prepotencia con que el gerente pretendió avasallar sus principios morales y afectivos.
     Entre Silva y Castilla se origina un cisma, entonces. El uno aplicará la “ley del más fuerte” en pos de conseguir el número que le falta para completar la colección; el otro, insistirá con sus cuestiones particulares para no ceder al respecto, incluso soportando la presión de su familia porque le venda de una buena vez esa revista. En el filme queda claro hasta qué punto es válida la porfía de Castilla como así mismo la insistencia de Silva. Mucho más que una “Cuestión de Principios” se pone en juego en un film que seguramente nos ayudará, como a Adalberto, a “recuperar cosas que ni yo mismo sabía que había perdido”.

¡En Rosario se puede!

     Uno de los datos más relevantes de la puesta en escena de “Cuestión de Principios” es que se haya rodado íntegramente en la ciudad de Rosario, además de que la historia es obra y arte de un rosarino de pura cepa: Roberto Fontanarrosa. Pero para mí lo más extraordinario de todo es que desde nuestra ciudad se le haya brindado a todo el país semejante obra maestra. Si promediando este artículo puse en duda la idoneidad de los argentinos en materia de cine y buena actuación, imagínese el lector cuánto mayor es mi sorpresa y contento si la mejor película nacional precisamente tiene a mi ciudad no sólo como escenario del film sino además como paradigma de arte y argentinidad. Si bien muy ocasionalmente el cine argentino ofrece producciones de insospechable calidad (dentro de lo cual muy por supuestamente que NO se adscribe “El Secreto de sus Ojos”), estimo que la obra de Rodrigo Grande establece un antes y un después en la pantalla grande nacional.
     En el filme Rosario se insinúa con un colorido cauto y decente (prácticamente tan linda como Mendoza), donde no obstante se hace hincapié en la compacta vorágine céntrica, el énfasis urbanista, la majestuosidad del río, la importancia de su puerto, el afán futbolero, el diario “La Capital” (más que un periódico, una costumbre rosarina), las hermosas mujeres y esos dos caprichos extras que completan la personalidad de Rosario: la afición por la aeronáutica y el rugby. ¿Se podría reprochar que en la película no aparezca el Monumento a la Bandera? Yo creo que hasta en eso Rodrigo Grande ha sido grande: pues, ¿para qué insistir con aquello que ya está requete archi conocido por todos? El director contribuye a la identidad de nuestra ciudad desde una perspectiva paralela a lo recalcado por la folletería turística.
     Sin embargo, el mensaje más esperanzador radica en el siguiente punto: ¡en Rosario se puede! ¡Sí, se puede hacer cine! ¡Y cine de gran calidad! Esta afirmación debe significar un bálsamo de entusiasmo para el numeroso círculo de actores y aficionados locales cuyas esperanzas de profesionalismo hasta el momento sólo distinguen algo de oxígeno en la gran Capital. “Cuestión de Principios” postula irremediablemente a Rosario como a un escenario cinematográfico tan interesante como imperdible.
     Era ya hora que la camada de artistas locales aspire a lucirse en la pantalla grande sin por ello tener que emigrar; sinceramente ofrece un paisaje desolador la sola contemplación del joven actor rosarino echando su suerte tras las mezquinas chances de realización profesional que ofrece Buenos Aires. Mucho talento local transita por la autopista en busca de un destino que, por descuido quizás, hasta ayer se lo negó Rosario.
     “Cuestión de Principios”, entonces, sienta un precedente inconmensurable no sólo para nuestra ciudad sino para todo el resto del país. ¡Poder… se puede! Es preciso que los hacedores de nuestro cine revaloricen el nivel de oportunidades cinematográficas que ofrece todo nuestro país. ¿Se imaginan todo lo que se podría hacer en las Sierras Cordobesas, en Mendoza, en la Patagonia, donde diablos se ponga una máquina filmadora? Yo propongo incluso que las provincias destinen un fondo exclusivamente para promover la industria cinematográfica circunscripta a sus paisajes, sus pueblos y ciudades. Buenos Aires misma tendría que apoyar una iniciativa de esta naturaleza, con vistas a que en un futuro próximo se revalúe la muy devaluada entrega de los premios y menciones al cine local. Hoy por hoy, el Martín Fierro… es más bien una deshonra a José Hernández antes que cualquier otra cosa.

¡Vayamos a lo ‘Grande’!

     Estilo es un vocablo que viene tanto del latín como del griego: stilus y stŷlos, y, entre las tantas acepciones que lo completan la que ahora importa es la siguiente: Manera de hacer una cosa que resulta característica de una persona, un país, una época, etc. Yo no sé si existe alguna remota relación o no, pero la casualidad en este caso también me hace tropezar con la palabra “estabilidad”, como cualidad de “estable”, es decir, aquello que no está en peligro de caer.
     Este humilde crítico “no calificado” deduce que, en la medida que el cine nacional adopte un estilo propio (léase sin “norteamericaneadas” y sin otras ridiculeces), necesariamente la estabilidad laboral se irá originando en tanto que las inversiones advengan para seguir promoviendo esa caracterización del ser nacional como de la riqueza global de todo este país. Un estilo propio es, pues, equivalente a una garantía de éxito para el eventual inversor (que, como dijimos, pueden ser las mismas provincias). La falta de ese estilo lo ubica al inversor en la postura de quien aporta sin saber para qué; ergo, nadie suelta el ‘mango’ tan fácilmente si no está convencido de que el resultado será auspicioso, de que no persigue algo serio.
     Todo director debiera tener presente una cosa fundamental en materia de buen cine: la sutileza, la fuerza del simple detalle. “Cuestión de Principios” gana en calidad, por lejos, sin recurrir a espectacularidades ni sensualidades pornográficas: sin hacer explotar un auto y sin desnudar una mujer, se roba la atención del público hasta el final. La película es la mejor de nuestro cine porque tiene “esencia”, porque, precisamente, cuenta con “principios” argumentales y gráficos que exigen el entusiasmo y la predisposición del público. El filme no se sustenta en la ya vieja y aburrida lucha del bien y el mal, ni tampoco acude a la subrepticia y capciosa ideologización política del público; es una película ostensiblemente humana rica en cuestiones humanas, donde en cierto modo se conjuga lo bueno y lo malo de cada uno de nosotros.
     Particularmente el argentino es una persona que despierta sus grandes interrogantes en todo el mundo; el argentino suele dar de qué hablar. No pocos son los pensadores extranjeros que se sintieron atraídos por la particular personalidad nuestra y que incluso han plasmado valiosas deducciones al respecto. Por nuestra parte, ya Sarmiento insinuaba en “Facundo” la singular manera en que nuestra geografía acondicionó la manera de ser del argentino; más adelante en el tiempo, el escritor cordobés Marcos Aguinis se hizo una fiesta con nuestros especiales temperamentos en “Un país de novela”, por cierto que éxito de ventas durante mucho tiempo.
     El cine nacional, entonces, tiene que seguir por ese camino. El argentino es un producto que intriga y apasiona; en fin, que se vende. Realizaciones como la de Rodrigo Grande entusiasman a lo grande, ya que ilustra sutil y exhaustivamente a ese argentino típico tan discutido y admirado, tan lleno de convicciones como de absurdos inextricables. Nuestro cine debe adoptar una nueva responsabilidad, y que naturalmente redituará en números: la de fomentar un estilo propio con elementos propios (y hasta con técnica propia); llegó la hora de escarbar en lo más entrañable de nosotros y de hacer escuela mostrándole al mundo por qué somos como somos. Estoy seguro que no va a alcanzar la cantidad de actores que hoy sueñan con su estrella, porque hay mucho para contar, mucho para enseñar, hay poesía de sobra y, obviamente, mucho cine por delante.

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