SÉ DE CIERTA tribu aborigen africana que, entre tantas desopilantes maneras de arraigar y de perpetuar la propia identidad, tiene por costumbre encerrar las cabezas de los recién nacidos con compresas de piedra o madera que, al transcurso de las semanas y de los meses, terminan por originar un cráneo presumiblemente cuadrado. Mi explicación es vaga e imprecisa, tanto como la misma impresión que me ocasiona la observación de esas cabezas sinceramente horripilantes. Todo sensato hijo de lo que aún podemos llamar cultura occidental pensará más o menos como yo; realmente es una barbaridad (en la estricta significación de la palabra) someter a los recién nacidos (o bien, “bebés”) a dicho tortuoso ritual. Pero ésa es la manera que tiene esta gente de fundar una diferencia con el resto, entre las tantas que existen y que sería largo y desagradable de explicar en esta parte.
Si nosotros observamos como una barbaridad lo aquí descripto, es porque en gran medida pensamos que ofrecemos a nuestros recién nacidos un mayor margen de posibilidades en cuanto a formarse independientemente. Eso pensamos. En la realidad, también nosotros aplicamos métodos inexorables de presumible formación moral e incluso física, aunque por cierto que con métodos quizás menos descabellados. Nadie elige, por ejemplo, la religión a la cual pertenecer (o al menos nadie lo hace hasta entrada la adultez), ni tampoco nadie elige el cuerpo que nuestra alimentación y los actuales (y cambiantes) cánones de belleza nos obligan más a desear que a tener. Que una mujer gorda esté fastidiada por serlo, significa que bien dentro de su cabeza tiene prefigurado un ideal de belleza que la sociedad le inculcó aún antes de dar sus primeros pasos. Nadie elige ser lo que se es; somos el resarcimiento convulsivo de un caprichoso ideal de ser humano.
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Creo acertado echar un as de menuda indulgencia al respecto de la costumbre africana de deformar los cráneos de los recién nacidos, en tanto que considero que mi falta de competencia en la materia (no soy africano, tampoco antropólogo) me priva de la necesaria sensibilidad para entender con plenitud los motivos viscerales que explican semejante proceder. Mi conducta de hombre occidental me lleva a asumirlo como una barbaridad, como cosa de “bárbaros”, es decir, de indios, de aborígenes. De la misma manera, aunque ya con algo de conocimiento al respecto, deberé ser comedido con las costumbres occidentales del inculcar religiones, valores, ideales físicos, lenguajes, etc. La perpetuación de la raza humana exige el sacrificio o la contención de la originalidad de nuestras singulares naturalezas, pero gracias a ello todos coincidimos (más o menos) en que amar es amar, odiar es odiar, ser bueno es ser bueno, y ser malo es ser malo. Sería inhabitable un mundo en donde haya gente que haga el amor sin amor, que mate inocentes en pos de una causa presumiblemente justa, que vote por obligación y no por deber, que respete por miedo, que critique sin idea, que piense sin pensar. Bueno… evidentemente algo no está sucediendo de modo satisfactorio en esta historia.
El mundo, pues, nos está quedando grande. De modo absurdo, en la era de la globalización, de los infinitos roces de culturas, de la tolerancia y, nada menos, de la democracia, cada día estamos más empecinados en ser individualmente todo lo contrario a lo que rezan las ardientes propagandas. Cada día somos más nefastos detractores de aquel que transita un camino distinto. Pero esto no es lo peor. Lo peor es el empeño simplificador con que nuestros ojos absorben la vida que nos rodea, de manera que la concepción del mundo queda reducida a sólo dos instancias tan paralelas como antagónicas: nosotros, y ellos. No importa que “ellos” sean millones y millones, y que “ellos” mismos incluso sean dispares entre sí, que, si no son “nosotros”, simplemente son “ellos”. El eterno descanso moral de las masas naturalmente conlleva a una ilustración infantil del problema en sí: nosotros, los buenos; ellos, los malos. Por extensión (lamentable extensión), todo lo que hacemos nosotros está bien y así debe ser, y todo lo que hacen ellos está mal y así no hay que hacer. Estoy hablando de personas, que no de idiotas.
Argentina particularmente atraviesa un cisma de esta naturaleza: el kirchnerismo. Y aclaro que no me refiero sólo a los kirchneristas, sino también a sus antagónicos. Dos vertientes opuestas que recrean esa visión disneylandista de la vida en que uno es bueno y el otro es malo. Y la cosa no va más allá de eso. Deberé atribuirle una magnitud de patología a esta ceguera existencial que trunca el horizonte de los argentinos, y por más hiriente que esto pueda parecer estoy siendo bien compasivo, como un médico amigo que no se anima a diagnosticarnos lo peor de lo peor. Tal es la compresa que nos aprieta dolorosamente en las sienes, que la vida se nos va formulando no tanto como en un cuento para niños que como en una mezquina historia de terror.
Los argentinos, y así mismo los latinoamericanos, no damos para “absurdos”. La visceralidad de nuestras pobres acciones conjuntas nos condenan a vergonzosos manotazos de ahogado en pos de persistir a pesar no tanto de nuestras confusiones como de nuestras falsedades. En cierta ocasión, mientras yo oficiaba en Radio “Rosario Clásica”, mi compañero de programa me preguntó al aire “si tenía pensado ir a cubrir la visita de Estela Carloto en Rosario”. Le dije, también al aire, que aceptaría el reto con la condición de preguntarle que “cómo es posible que una mujer como ella, que tanto defenestra a los gobiernos militares de la época del 70, le haya preparado un recibimiento de honor al dictador Castro en la ciudad de Córdoba”. Ese día batimos el record de llamadas recibidas en la radio; me dijeron de todo menos lindo. Cualquier diccionario de habla hispana apreciará como dictador a todo aquel que se haya en el poder sin el consenso del voto popular. ¿Cuándo hubo una elección en Cuba para que Castro sea su Presidente durante más de cuarenta años?
Por cosas así es que yo no entiendo a la gente de izquierda. Ni tampoco a los gobiernos que tanto se placen de ser de izquierda. Más allá de los buenos resultados estructurales de gobiernos “socialistas” como los de Chile y Uruguay, yo sigo buscando las causas o razones que me expliquen el porqué de “socialistas”. Es indudable que Chile siempre fue la mano derecha de Estados Unidos en Sudamérica, y no olvido que “socialista” es mala palabra tanto para demócratas como para republicanos; si bien todo el mundo admira al país trasandino por sus logros de distinta índole, la actual crisis devenida por el terremoto dejó al desnudo el ostensible grado de corrupción que plagó al país de edificios convencionales en tanto que debieran haberlos antisísmicos. No entiendo que una nación tan marcadamente izquierdista como Chile sea un socio visceral de un país tan marcadamente derechista como Estados Unidos (en realidad, entiendo que la gente votó por una izquierda que nunca fue tal, y que cuanto tuvo que reprimir, reprimió, a pesar de todo la vanguardia de ideales de tolerancia que empantanan los tratados marxistas).
Uruguay es otro caso que me consterna. Otra historia en que la gente votó un ardiente discurso de izquierda anti-imperialista, el de Tabaré Vásquez… ¿y no amenazó este distinguido presidente con renunciar al Mercosur con tal de firmar un escandaloso tratado de libre comercio con los Estados Unidos? Ahora último, el ex guerrillero Mujica… pucha… ¿no les abrió las puertas en Uruguay a los derechistas empresarios argentinos que no pueden invertir en nuestro propio país por las trabas impuestas por el “izquierdista” gobierno de los Kirchner? “Vengan que acá le vamos a dejar exportar”, señaló entusiasta el presidente Mujica ante una reunión colmada de empresarios argentinos. ¡Yo lo vi, no que me contaron!
Pero esto no quiere decir que esté mal que Chile y Uruguay sean socios de Estados Unidos, que los empresarios argentinos tengan que cruzar el Río de la Plata para poder invertir lo que no pueden invertir acá, que nuestro socialista Gobernador Binner trabaje conjuntamente con los miembros de la Sociedad Rural (sobre los cuales sobrevuela el mote de “ultraderechistas”), que se venere a Castro o a Chávez… No está mal. Lo que está mal… es el cuento, el maldito cuento de la izquierda. Cuento que sólo tiene una vocación electoralista, como aquella compresa que alguna tribu africana cierne en las cabezas de los bebés, cuento que sólo sirve para sentar una diferencia tan intangible como irreal, paranoica, esquizofrénica. De hecho, existe efectivamente esa diferencia… pero sólo de palabra. En la práctica, el proceder es muy distinto a las cantatas electoralistas, tanto aquí como en la China.
En Latinoamérica la gente vota en lo cree y no en lo que es, ése es el problema. Y se trata de un problema serio porque al ser de este modo queda de manifiesto la vaga credulidad del pueblo, cual tierna ovejita que marcha alegre a los colmillos del lobo. Al momento de votar o bien de pertenecer a una facción o agrupación política debemos inexorablemente neutralizar el embate de nuestras emociones para usar como se debe la cabeza. De la misma manera en que se condena en Argentina a supuestos genocidas de los 70 mientras que se es increíblemente condescendiente con idénticos especímenes cubanos, venezolanos, musulmanes... de igual forma dentro del kirchnerismo sus seguidores reniegan de ver dentro del partido que defienden las mismas calamidades que repudian. Y en la vereda de enfrente pasa exactamente lo mismo… ¡Por Dios! ¡Tanto y tanto que critican la Ley de Medios los opositores al Gobierno por considerarla monopólica o lo que sea, por qué demonios nunca fueron capaces de ver que acaso Clarín constituía precisamente el mismo monopolio que ahora defenestran!
Decía el General Perón que en política lo que importa es sumar, y no restar. La carencia de autocrítica es la primera causa que nos desacredita a la hora de ser críticos, en el momento de formular una identidad verdadera, esencial para sumar voluntades a nuestras filas. ¿A quién queremos sumar cuando marchamos sentidamente en memoria del 24 de Marzo con pancartas que evocan esa otra dictadura que es Cuba, o cualquier otro ideario “revolucionario” responsable también de haber vertido sangre inocente? (Puede que sea más grave que sea el Estado el que mate, obviamente… pero en la práctica, matar es matar, sea quien fuere el que lo haga). ¿A quién queremos sumar cuando vertimos incendiarios discursos en contra de los oligarcas que se enriquecieron terriblemente en los últimos años cuando los mismos Kirchner multiplicaron por siete el capital propio? ¿A quién queremos sumar cuando llamamos a los chacareros por el anatema de “destituyentes” cuando nuestra propia Presidenta destituyó a Redrado por hacer su trabajo? ¿A quién queremos sumar cuando aceptamos que el Gobierno pague millones y millones de dólares en concepto de deuda externa sin antes revisar la cuestionada legitimidad de la misma? ¿A quién queremos sumar cuando criticamos a Menem por los espurios negociados de los 90 y hacemos la vista gorda a escándalos como Skanska, las valijas de Antonini, los lotes de la Patagonia? ¿A quién queremos sumar cuando decimos que somos de izquierda porque queremos un cambio cuando en realidad nos abocamos tozudamente a conservar este deleznable orden de cosas? ¿A quién queremos sumar cuando defenestramos a Mauricio Macri por ser hijo de Macri cuando en realidad Franco Macri sigue abrigando su reputación por el calor oficialista? ¿A quién queremos sumar cuando lloramos por los derechos humanos mientras que por otro lado somos tolerantes con figuras como D’Elía, quien debiera ir preso por encubrir a los responsables de los ataques terroristas de las entidades judías en nuestro país? ¡Ayyy… puedo seguir hasta quedarme petiso!
Es que, como decíamos antes, el mundo para nosotros sólo está dividido en dos: nosotros, y ellos. Y lo que hacemos nosotros está bien por más que sea lo mismo que hacen ellos, que está mal. Esto es absurdo. Por más democracia de la que se hable, un mundo solamente de dos colores no es democracia; si bajo esta consigna educamos a nuestros hijos, formamos agrupaciones políticas, votamos o no votamos… seamos sinceros con nosotros mismos, pero no sólo que no estamos haciendo democracia, sino acaso estamos siendo igual o más de brutales que aquella tribu morena que dio origen a este artículo. Inventamos enemigos, a los cuales les atribuimos características que a nuestro juicio son aquéllas que describen a un malvado, cuando en realidad lo que estamos haciendo (psicología básica) es endilgarle a otro la voz de los fantasmitas que hablan dentro nuestro.
Se impone revisar qué es aquello a lo que estamos abocados. ¿Se lo merece? ¿Se pueden corregir ciertos errores? ¿Vale la pena quemarse por una causa ya requetecontra quemada? Se impone abrir la cabeza, asumir que las derechas y las izquierdas son un cuento para idiotas útiles, que no todo el que piensa distinto a nosotros lo es completamente, que tenemos urgencias comunes por atender, que vivimos del mismo país y que, fundamentalmente (aunque no parezca admisible lo que voy a decir), entre nosotros tenemos muchas más cosas para coincidir que para disentir. ¡Por Dios…! Así como somos tan sensibles ante hechos deleznables, debemos asumir que es también un crimen de lesa humanidad faltarnos el respeto a nosotros mismos en el momento en que marchamos por la vida convencidos de que sólo hay dos horizontes, la derecha o la izquierda, lo cual es equiparable a pensar que entre tantos colores que existen, sólo reconocemos dos. Dejemos de lado las etiquetaciones, los insultos, los dramatismos y los victimismos… SEAMOS CREÍBLES, ante todo. Tengamos autocrítica. La vida es diversidad. El futuro está en colores; atrás dejemos esas viejas fotos en blanco y negro del pasado.
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