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México y la curiosa "autodeterminación" de los pueblos

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A esta altura del camino ya no es aceptable que un presidente de ninguna nación que se tenga por democrática permanezca impasible ante la forma con que la democracia es sencillamente avasallada en muchos países.


El recientemente electo presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, acaba de sembrar la semilla de una gestión de gobierno entre abúlica y menopáusica. En una entrevista que concediera al periodista argentino Andrés Oppenheimer, al ser consultado por el mismo sobre qué piensa de países donde la democracia está en duda, el mandatario azteca evitó cualquier forma de compromiso: “Estoy a favor de impulsar los valores democráticos, de fomentarlos, pero también de observar un cabal respeto a la libre autodeterminación que tengan los pueblos en cada nación”.

Enrique Peña Nieto, de 45 años, ha vuelto a colocar al PRI en lo más alto de la jerarquía gubernamental mexicana, y con esto se han avivado algunos fantasmas de un largo pasado en que dicho partido gobernó durante 70 años. Al PRI, entonces, se le endilga de todo, pero lejos de ser este artículo un listado de densos e inoportunos reproches, subscribiré complacientemente que con mucho menos tiempo otras partidocracias latinoamericanas han hecho peores cosas. Lamentablemente, quien se encarga – por mera torpeza, estimo – de traer a recuento los fantasmas del PRI, no son los historiadores, sino el mismo compatriota del Chavo y la Chilindrina.

Si bien el cinematográfico mandatario indicó que buscará intensificar los lazos con EE.UU. y continuar – aunque con variaciones – la lucha contra el narcoterrorismo, su noción en cuanto a política exterior ilustra al respecto de la tibieza con que están muñidas sus proyecciones. “No está ni corresponderá a mi gobierno hacer calificación o juicios de valoración sobre los procesos democráticos que se tengan en otros países”, respondió a Oppenheimer ante la pregunta de qué postura tomaría si peligrara la democracia en otros países. De más está decir que con dicha respuesta Nieto entorpece de entrada la “intensidad” de trato que pretende con el Norte como asimismo le hace un guiño a los cárteles de la droga, a la sazón muy bien relacionados con las seudodemocracias y republiquetas del sur.

A esta altura del camino ya no es aceptable que un presidente de ninguna nación que se tenga por democrática permanezca impasible ante la forma con que la democracia es sencillamente avasallada en muchos países. Si bien es muy (pero muy) cuestionable el pernicioso silencio latinoamericano al respecto de la forma con que el narcoterrorismo complicó el proceso democrático en México y asoló la vida de toda la ciudadanía – se registran 50 mil muertes por dicho flagelo –, también lo es que el presidente de México digiera como si nada los atropellos de Chávez en Venezuela, la borrachera del kirchnerismo en Argentina, el retroceso que plasmó Evo en Bolivia y, por supuesto, la dictadura militar de los Castro en la Habana.

Proclamarse a favor de “la libre autodeterminación de los pueblos” se resume en una hipocresía grande como una casa, toda vez que la democracia es el único camino posible a la libertad social, cultural y económica. En otras palabras, un país sin democracia – y que lo tenga bien en claro el presidente mexicano – es un “pueblo” sin autoderminación. Demás está decir que una Nación como México merece y exige un presidente con agallas al que no le tiemble el pulso ni la voz al momento de llamar las cosas por su nombre. Más de 112 millones de mexicanos, y muchos millones más de latinoamericanos, ante la notable crisis institucional que atraviesa América latina en general, rechazamos de plano la peligrosa tibieza que a Enrique Peña Nieto le impide pronunciarse en torno a la sojuzgada democracia de nuestros países.

Ojalá que México no sea el próximo en unirse al “club” de los países con la mentada “autodeterminación”.

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El silencioso terrorismo de Estado actual

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Cuando la legitimación del terror proviene del mismo gobierno, ¿acaso no estamos ante una clara e inobjetable situación de terrorismo de Estado?


Terrorismo es toda aquella actividad que pretende desestabilizar el orden público. Según el diccionario (María Moliner), se trata del “uso de la violencia, particularmente comisión de atentados, como instrumento político”. Es el  “dominio por el terror”. De esta suerte podemos decir que facciones políticas como Montoneros o ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), en la década del 70, hayan cometido actos de terrorismo, sistematizados – nada menos – como una herramienta para desgastar las garantías constitucionales y finalmente hacerse con la toma del poder. Más de 21 mil atentados terroristas, por parte las mencionadas organizaciones, sufrió nuestro país en la desgraciada época que aquí recordamos.

El terrorismo es una acepción jurídica; es lo que es (detectable, juzgable y condenable). El terrorismo de Estado, en cambio, es una concepción política; es lo que debería ser o pretendemos que sea. Mientras que el terrorismo no necesita de mayores elucubraciones para ser entendido, la idea de terrorismo de Estado, en cabmio, conlleva elementos de corte sociopolítico para subsistir como concepto. Es que sugiere, en principios, un absurdo, ya que difícilmente un Estado vaya a practicar terrorismo para desestabilizarse a sí mismo. Los mentores del concepto de “terrorismo de Estado”, no obstante, entienden que el mismo consiste – en resumen– en un gobierno que mediante la estrategia del terror ambiciona perpetuarse en el poder y/o neutralizar las facciones políticas inconvenientes para cualquiera de sus propósitos. Así asumida, es una noción válida, y que de hecho se ha llevado a cabo en nuestro país desde tiempo inmemorial; el historiador José María Rosa estima que el primer hecho de terrorismo de Estado se resume en el asesinato de Dorrego por órdenes de Lavalle.

El terrorismo es un concepto fijo, estático, finito. El terrorismo de Estado, por el contrario, es una noción amplia, voluble, aleatoria. Lamentablemente, la plasticidad de esta expresión conlleva a que se lo utilice como "dé la gana", es decir, con arreglo a conveniencias ideológicas cuando no a meras distorsiones de la realidad. De esta suerte que el relato oficialista – en materia de historia reciente – prevalezca colmado de sendas omisiones como de deliberadas imprecisiones (todas ellas tendientes a reforzar la idea de que el Estado cometió terrorismo). La negación sistemática de que no hubo una guerra entre las FF.AA. y los ejércitos guerrilleros, la denominación de “víctimas” o de “jóvenes idealistas” a quienes cometieron atentados terroristas (21 mil) y la engordada cifra que enuncia 30 mil desaparecidos, resumen las macabras deformaciones históricas con que se busca plasmar la noción aquí discutida.

Si bien al Proceso Militar se le adjudica haber practicado el terrorismo de Estado, con igual criterio deberíamos juzgar que también lo cometió el ex presidente Héctor Cámpora, siempre que liberó 2 mil terroristas apresados en el marco de la ley y puso las instituciones nacionales a merced de las organizaciones guerrilleras. Por otra parte, habría que tener en cuenta que la banda criminal Montoneros también merece dicha imputación, y por dos tres motivos: porque sus acciones terroristas tendieron a la toma del poder (Santucho prometía asesinar “un millón de burgueses” apenas derrocado el gobierno), porque – como lo comprueba el libro de Carlos Manfroni, “Montoneros: Soldados de Massera” – trabajaron mancomunadamente para la ESMA a las órdenes del Almirante de la Armada, y porque muchos de sus integrantes no sólo que HOY permanecen impunes sino que además ocupan cargos políticos o permanecen beneficiados por la complicidad estatal.

Sin demasiados rodeos, debiera señalarse que el gobierno cubano del dictador Castro también cometió el mentado terrorismo de Estado ya que fue en su país donde mayormente los terroristas locales arribaron de a millares para entrenarse y equiparse con las técnicas y el armamento con los que luego sembrarían el terror en Argentina. La misma lente estamos obligados a utilizar para con los demás referentes internacionales que brindaron su apoyo a los asesinos seriales argentinos, como ser el chileno Salvador Allende – que cobijó al homicida Mario Santucho cuando huyó de la cárcel de Trelew – y el palestino Yasser Arafat – que brindó armamento, entrenamiento y logística nada menos que a Firmenich, entre tantos.

Va de suyo que la actual gestión kirchnerista, más allá de completarse por antiguos terroristas, guarda para los susodichos el mismo carácter de indulgencia, reconocimiento y sustento de los gobiernos que – tanto dentro como fuera de nuestras fronteras – cometieron terrorismo de Estado al apoyar y equipar la peor amenaza que sufriera nuestra Nación en todo el siglo XX. Así como el gobierno de Cámpora abolió la Cámara Federal en lo Penal – único organismo capaz de juzgar a los guerrilleros –, liberó 2 mil terroristas y les posibilitó infiltrarse en todas las dependencias gubernamentales (lo cual sintetiza la más sincera noción de terrorismo de Estado), el oficialismo actual hace lo propio al negarles entidad de criminales a los terroristas de entonces, al desoír sistemáticamente el reclamo de las víctimas del terrorismo, al recordar como héroes e “idealistas” a quienes lucharon por derrocar un gobierno democrático e instaurar una dictadura comunista, al indemnizar a las familias de los mismos subversivos, al encarcelar a miles de militares que lucharon contra la guerrilla, al brindar asilo político a terroristas extranjeros (por caso, el chileno Apablaza), al asociarse con gobiernos antidemocráticos y que han violado los DD.HH. (Cuba, Venezuela, Angola…), etc., etc., etc.

Si bien al actual terrorismo de Estado no se le imputan crímenes o desapariciones en el marco de cruentos enfrentamientos políticos (no existe hoy un conflicto armado entre las FF.AA. y las organizaciones guerrilleras), los anteriores señalamientos ilustran una tendencia difícilmente soslayable. Por otra parte, el convulsivo empeño con que se pretende ideologizar a la sociedad argentina sienta un precedente amenazante – más aún si sus promotores son ex guerrilleros o afines a los mismos –, siempre que el axioma más espantoso de una ideología consiste en pretender justificar lo injustificable, en otras palabras, legitimar al mismo terrorismo. Cuando la legitimación del terror proviene del mismo gobierno, ¿acaso no estamos ante una clara e inobjetable situación de terrorismo de Estado?

De la misma manera en que sería muy ingenuo y complaciente de nuestra parte suponer que sólo son terroristas aquellas personas encargadas de ejecutar un atentado (toda vez que los mismos necesitan sistemáticamente aunque sea de un mínimo de consenso), pecaríamos de exceso de inocencia si no advirtiéramos que en la encendida retórica kirchnerista – en lo que a setentismo refiere – abunda un recio tufillo terrorista. A muchos la resaca revolucionaria les llegó demasiado tarde, y luego de embriagarse hasta el hartazgo con los placeres de la suntuosa vida capitalista que ostentan. En definitiva, para sorpresa de muchos, el terrorismo de Estado no debería ser sólo una discusión en torno al pasado sino un asunto muy grave de nuestro presente.

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