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El mundo ideal de los mitómanos

Si bien este artículo es la continuación de "La cultura del mito", se puede prescindir del mismo para realizar esta lectura y luego proceder al primero.

A MUCHOS NOS ha sido dado observar el carácter empedernido de los mitómanos en tanto se aferran a sus mitos cual clérigo que para cada ocasión tiene una respuesta bíblica. Suelen tornarse cansadores, incluso insoportables; nada serio se puede hablar con ellos. Parece que escuchan, y que hasta entienden lo que uno les dice. Pero no. En realidad estuvieron esperando el preciso instante en que uno baje la guardia para disparar el mito del que hemos sido blancos todo el tiempo.
     Tengo conocidos con los que he reducido a un “hola y chau” toda la flema retórica que supo insumirnos horas. Me dejaron sin opción. Experimento como si me hubieran usado, por no decir tomado el pelo.
     Por lo general, el mitómano es un tipo que habla con aires de superación, en cuya voz confluyen solapadamente el profundo desprecio hacia nosotros y la ridícula soberbia del que carece de un argumento serio, consistente. El mitómano, visto y considerando su drástica inferioridad de criterio, a fin de imponer el suyo, conjuga el tono incriminatorio (siempre está incriminando, pues) con el lacrimógeno recurso del victimismo (incrimina desde una postura de víctima). Fina y eficaz arbitrariedad, ya que difícilmente exista el buen cristiano que no conceda su silencio y aprobación a quien llora como una perra.
     Pero esto no quiere decir que exista víctima alguna, ni por supuesto que nuestro héroe llorón haya abandonado un segundo el camuflaje de superación que lo instituye como a un genio consagrado. Se trata de un simple recurso (eminentemente anti masculino) para aflojar el criterio de su interlocutor y así conseguir penetrarlo a través de su sensibilidad. En rigor, el mitómano no busca el entendimiento sino que persigue la conmoción. Conmover es el único medio con que cuenta para llegar al objetivo.
     Cuando ocurre, no obstante, que se encuentra frente de alguien que no “compre” semejante espectáculo de diatribas y lamentos, necesariamente la próxima jugada del mitómano resumirá en el sinceramiento tornasolado de su vena más antidemocrática, ruin y disparatada: la anatemización. Deberé consignar que un anatema es una etiqueta o, bien, un adjetivo rotundamente descalificativo que busca desacreditar, inculpar y demonizar a la persona aludida. El mitómano acusa y anatemiza, entonces, sin dar ni la posibilidad de réplica, ya que sus etiquetan rayan lo abstracto, irreal y, por lo tanto, incontrastable: las exquisiteces de la casa suelen ser, dado el caso, “facho”, “gorila”, “represor”, “genocida”. ¿Qué se le puede contestar a una persona que te endilgue con eso?
     En adelante, seremos nosotros ya no sólo los de duro corazón a quienes no se les mueve un pelo ante el lloriqueo mujeril de la víctima incriminadora, sino que por obra y arte de la misma pasamos a ocupar el lugar de ideólogos, responsables y culpables del llanto y la desgracia eterna que afligen a nuestro sangrante verdugo. Nada existe más antidemocrático que el vicio de la mistificación: mientras que por un frente esquivan el hecho de entablar un entendimiento razonable con el interlocutor bienintencionado – y por lo tanto lo suman a sus filas mediante el engaño de fingir sufrimiento – por el otro apresuran el objetivo yendo a la carga con toda clase de munición contra aquél que simplemente sea reacio a sus mentiras.
     La infamia, la hipocresía y la total arbitrariedad complementan, entonces, el corazón de aquel excelente actor que por un lado llora, se queja y patalea y por otro no muestra el más mínimo reparo en matar socialmente a una persona. Si en un principio la intención del mitómano consistió en conmover a su interlocutor, ya podemos imaginar cuánto más conmovedor resultaría el hecho de observar a la “pobre víctima” refregándole en la cara las culpas y los insultos al responsable eventual de sus males de siempre.

¿“Papá, cuéntame otra vez…” qué?

     El mitómano también tiene su mundo ideal, empero. El idealismo del mitómano se deduce al contrastarlo con el idealismo de un hombre serio. Los idealistas, por su parte, son personas cuya “proa visionaria” (al decir de José Ingenieros) apunta a un Ideal de perfección inalcanzable; se trataría de una utopía en cuya estela de seducción se resumen los esfuerzos de nuestras vidas. Para el idealista, la felicidad no está tanto en la cima de la montaña como en su recorrido, en la lucha. No se trata de un hombre perfecto, pero sí de un ser “perfectible”.
     El tibio, en cambio, no posee proa alguna. Suelto en la mar de la inconsistencia y la paradoja, cual mejunje de porquería vegetal, es arrastrado hacia la nada por la resaca de los tiempos. No es casualidad, entonces, el abandono ostensible, tanto en lo físico como en lo moral, de muchas personas con afición de mito; en fin, al carecer de norte o Ideal, no tienen para qué estar bien dispuestos. Es que el mundo ideal del mitómano se cierne pesadamente sobre lo actual, lo ya establecido, como una sombra más que completa la impenetrabilidad del pantano. La constante recurrencia al pasado (siempre trágico) no se inspira en absoluto en un deseo de justicia o, al menos, perspicacia; así como los cuervos sobrevuelan tenaces la carroña putrefacta, el imbécil olisquea – relamiéndose – la escoria del ayer. Sobre ese mismo ayer amolda sus gustos, su estilo, sus vicios y su vida. 
      El desenfado y la absurdidad son monedas corrientes en la cultura del mito, en tanto que los mitómanos son los naturales sacerdotes de las injusticias que denuncian. Consigna, por ejemplo, la canción del izquierdista cantautor español Ismael Serrano: “Papá, cuéntame otra vez ese cuento tan bonito / de gendarmes y fascistas y estudiantes con flequillo, / y dulce guerrilla urbana en pantalones de campana… Papá, cuéntame otra vez esa historia tan bonita / de aquel guerrillero loco que mataron en Bolivia”. Honestamente, sería lícito reconocer la eventual flema poética de Ismael (por más que sea pobre y engañosa la mayor parte de su repertorio artístico); de verdad que recomiendo algunas de sus canciones. Asimismo, no obstante, debemos advertir una denodada apología del delito en la canción referida y que, dicho sea de paso, nos viene al pelo ya que resume y ejemplifica inmejorablemente ese mundillo sádico, lacrimógeno e infame en que viven los mitómanos.
     La representación mental que sin esforzarnos podemos realizar al respecto nos muestra a una persona – el mitómano – que se regodea de la inviril y notablemente anti-masculina tarea (valga la redundancia) de asumirse un perdedor. Convengamos que una cosa es aceptar la derrota y otra muy distinta es, como digo, asumirse un perdedor. Se trata, pues, de un perdedor que disfruta, celebra e incluso “refriega” su condición de tal.
     En la retórica abundan, como Ismael nos muestra, las recriminaciones, las tergiversaciones y los anatemas. Remitiéndonos a su canción, si por un lado asociamos a los gendarmes con los fascistas ya estamos desnaturalizando la condición de los primeros por efecto de lo que connota lo segundo (el mitómano, está claro, apunta su artillería contra todo lo que represente alguna autoridad); si por otro lado señalamos que frente de los entonces “fascistas” había “estudiantes con flequillo”, además de la tumoración cerebral de quien lo afirme o lo crea, se deja al descubierto el empeño victimista en función de demonizar la parte repudiada, además de que se excusa a los primeros (que nunca fueron simples estudiantes) en desmedro de las fuerzas mismas.
     “Dulce guerrilla urbana”, por colmo, expresa la canción… y la verdad que eso es lo que creen los mitómanos, en tanto que nos revela a las claras la mentalidad pervertida (y por qué no degenerada) de los mismos, con el dato no menos relevante de que ya los “estudiantes de flequillo” no son tales sino sendos guerrilleros; ¿qué tiene de dulce, pues, la mentada “guerrilla urbana”? ¿O alguien ignora que la actividad de los guerrilleros, tanto en Argentina como en todas partes, consistió en sembrar el terror en la población civil mediante la colocación de bombas que asesinaban indiscriminadamente a personas inocentes? ¿Eso te parece dulce, Ismael? Pídele a tu padre, ya que tanto te interesa, que también te cuente que al “Che” Guevara lo llamaban el “Carnicero de la Cabaña”, y porque era un criminal cebado que asesinaba por antojo y siempre por la espalda en los mismísimos CAMPOS DE CONCENTRACIÓN que instaló el comunismo en Cuba. Más de 2000 asesinatos se le contabilizan a tu “guerrillero loco”, nunca en combate, siempre por la espalda y sin juicio ni condena previa. En algo vamos a coincidir, querido Ismael: estaba loco, muy loco.
      Verdaderamente me duele tener que referirme en estos términos con Ismael Serrano, ya que, como digo, algunas de sus canciones han sabido endulzar mis ratos (“Amo tanto la vida”, por decir una), pero la canción “Papá, cuéntame otra vez”, muy a su pesar, resume inmejorablemente la psicología de un mitómano, es decir, de una pobre persona que transforma los hechos (cuando no, los inventa) en pos de adecuarlos a una sensibilidad absurda, depresiva, sádica, inmoral.

El amor en los mitómanos

     El mitómano despotrica contra todo, está peleado con la vida. Pero en realidad, está peleado consigo mismo. Tras las repugnantes nebulosas de estupidez que colman su horizonte, no resplandece sueño alguno. Parecería ser que el sueño del mitómano es, en efecto, no tener sueños. Si al dato ilustrativo de que viven en base a hechos posibles del pasado, donde sus padres, abuelos o correligionarios fueron víctimas inocentes de sendos tiranos hambrientos de sangre y poder, le sumamos el no menos explicativo detalle de que piensan en función de antinomias, tenemos por resultado una nación sin identidad.
     El mitómano no conoce el sabor de la libertad, por ejemplo, ya que su pensamiento sólo se remite a una noción de represión, tortura, encierro. Para poder definir cualquier sentimiento, deberá necesariamente acudir a su antípoda conceptual, incurriendo – por colmo – en trágicos errores. De esta suerte que para experimentar amor se las pase saboreando la hiel del odio, cuando técnicamente la antítesis de lo primero no es lo segundo sino la indiferencia. Amar, para ellos, sería no odiar, pero gracias a esto último se explica lo primero; necesitan odiar para amar. Naturalmente, ese mismo odio acaba convertido en el visible resentimiento que es piedra filosofal de su alma, y por ende nunca encarrilará en la senda del amor. El mitómano está incapacitado moralmente para amar.
     Siguiendo esta misma lógica, la libertad – para el mitómano – bajo ninguna forma transige con asumir responsabilidades, mejorar en el trabajo, estudiar, ayudar al prójimo, educarse, instruirse, enseñar, amar. La libertad de estos sujetos no tiene significado sino, pues, connotaciones: liberación, rebeldía, tirano, represión, lamentación, dolor, dictadura, muerte. Si la libertad, entonces, significa para ellos, por ejemplo, liberación, es porque parten de la base que están privados de ella. Y lo están, pues, por efecto mismo del resentimiento (del odio) inculcado por sus padres (a su vez, también, resentidos) o por los muchos mercaderes del mito que con discursos enfermos o cancioncillas tibias alteran la capacidad conceptual del receptor.

La pasión de los mitómanos: el resentimiento

     El resentimiento equivale a un lente partido que no aclara ni desenfoca, sino simplemente distorsiona: lo que está abajo se ve más alto y viceversa, por lo que el significado de las cosas transmuta de forma preocupante. El mitómano, pues, habla de igualdad y fraternidad no por otra cosa que porque le espantan las individualidades y el talento ajenos (cuyo desenvolvimiento garantiza el transcurrir democrático), en tanto que la generalización de sus propios vicios y limitaciones – elevados del cieno original – constituyen para él la única democracia con validez inobjetable. Recientemente, en Argentina, un grupo de “intelectuales” afines al gobierno elevaron una protesta para impedir que el premio Nobel de Literatura, Álvaro Mario Vargas Llosa, tenga su espacio en la próxima feria del libro; aunque parezca una paradoja (de hecho, lo es) lo acusan de “autoritario”. En otras palabras, lo bajan del pedestal y lo acusan de “ellos mismos”.
     La íntima vocación del resentido resume en nivelar el espectro social por miedo a ser el peldaño que sirva a otros para llegar más alto (han tenido, por ejemplo, un padre perdedor, y no que haya aceptado alguna derrota eventual; la tenaz incriminación y la ridícula victimización son los componentes esenciales de su común retórica “humanista” e “igualitaria”).
     No es ninguna novedad la acostumbrada indulgencia del mitómano para con el vicioso y el vago (quizás la figura paterna se refleje en ellos), y la testarudez jactanciosa con que censura y amonesta imperdonablemente al virtuoso. El anti-masculino esfuerzo por subir al enfermo y bajar al sano se traduce en cuadros deleznables. El mitómano puede perdonar e incluso elevar a la mujer que aborta o asesina al recién nacido (ahogándolo en el inodoro, tal es el caso de Romina Tejerina), en tanto que apuntará con todos sus anatemas contra el “bárbaro” que, cansado de la inseguridad, se postule a favor de un endurecimiento de las leyes.
     Tiene un alma corroída por el odio; el mitómano es pobre y miserable por naturaleza. Lo han educado en la falta de confianza en sí mismo; tiembla de sólo imaginar que la sociedad deje de ser el rebaño voluptuoso en que amolda sus mitos y debilidades. Posee tres consignas aprendidas por repetición: libertad (opresión), igualdad (nivelación) y fraternidad (castración). No sabe amar, no tiene Fe, no puede ver; la pobreza de su corazón lo ha obligado a conformarse con un par de lentes rajados en que la cima y la sima se amoldan en grueso diafragma. Su vida es tan sólo un puntito infame a medio extinguir; es entendible que toda la existencia clame y llore porque nunca se termine la noche del mundo. La salida del sol, sencillamente, lo borraría para siempre.

Leer la primer parte de este artículo, "La cultura del mito".

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