ANOCHE ME ASALTARON. En realidad, un muchacho de 19 años (Jonathan, de nombre), siendo las 23,30 hs., me detuvo (Riobamba y Mitre) para pedirme la suma de $ 4 con el exclusivo fin de alcanzar una suma que le permita comprar cocaína en "Cochabamba y Pasco" (la dirección es inexacta, pues las calles son paralelas; quizás haya querido decir “entre Cochabamba y Pasco”). Le digo que "no pienso darle dinero para que compre droga"; incluso le ofrezco la posibilidad de comprarle comida (precisamente yo me dirigía a un almacén a comprar mi cena; recién volvía de mi trabajo). El muchacho insiste cargosamente. Lo describo de la siguiente manera: morocho, delgado, sucio, densa cabellera, ostensible aliento a vino; vestía gorra blanca y un conjunto deportivo azul claro, tirando a turquesa; traía consigo una bicicleta playera color violeta. Insisto con que no pienso darle dinero para que compre cocaína. El muchacho me dice que precisamente en este mismo día acaba de salir de prisión, y que ya lo había estado su padre por asesinar a dos policías (pretende amedrentarme). Me dice que "él no tiene la culpa de ser así" (intenta, pues, arbitrar una ridícula victimización, seguramente la que aprendió de memoria en la TV). De mi parte, le indico que de "seguir drogándose sólo va a conseguir volver al lugar del que termina de salir", además de que pondero la manera en que "está arruinándose la vida". Le pido que me diga dónde piensa comprar la cocaína: "Pasco y Cochabamba", me dice. A todo esto, es lógico que conseguí familiarizarme ciertamente con el joven, lo que provoca un efecto indeseado: el mismo se vuelve más cargoso en su singular pedido.
Es inútil de mi parte todo acto "concientizador". Viendo que el muchacho hace ademán de halar un arma en su cintura me apresuro a sacar una navaja de mi bolsillo (cortaplumas, en realidad). El joven nuevamente vuelve a la carga con todo el mismo andamiaje de victimización de antes. Por mi cabeza dan vueltas dos cosas: salir “rajando” o intentar algo con la navaja; lo primero, luego no sería muy honroso de contárselo a mis nietos alguna vez, y en caso de clavarle la navaja en la garganta, temo fallar y no sostener las consecuencias. Aunque dudo que efectivamente esté armado. Calladamente espero que algún eventual patrullero aparezca por calle Mitre. Vuelve a insistirme con que le de $ 4. Le digo que le compro comida, pero que no le doy dinero. Nuevamente hace ademán de tomarse un arma; levanto un poco el Victorinox, pero el método se vuelve irrelevante (nada podría hacer yo si me apuntan con un revólver). El joven, finalmente, se sincera: "O me das la guita, o te lleno de agujeros".
- Está bien - le digo. - Yo te doy esa plata. Alejate -. Se aleja. No tengo en mi billetera el cambio que me pide. - Aguantame... voy hasta el kiosco a comprar algo, y te doy la plata. No tengo cambio -. Acepta de modo entusiasta, y me acompaña.
A todo esto, ningún patrullero se evidencia en el lugar.
Me compro un sandwich de salame y un Marlboro Box (cena, y postre). Me pide un cigarrillo; le doy dos. En cierto modo afectado por la desolación del joven (que previamente me amenazó con "llenarme de agujeros"), le pregunto si quiere algo para comer. Una sola respuesta: "No". Insisto. "Te doy los cuatro pesos que me pedís; además de eso, ¿querés comer algo?". La misma contestación: "No". El kiosquero no parece comprender mis repetidas señas de que "llame a la policía".
Le doy los cuatro pesos. El muchacho me acompaña hasta mi domicilio (fingí que mi domicilio fuera cualquier puerta que me pareció conveniente; sinceramente temía que en alguna instancia sacase un arma y - ya blando como pudo suponerse que soy - me pidiese el resto de mi dinero). El muchacho se va volando. Llamo al asterisco 911. Le detallo lo sucedido. "Quedate tranquilo; ya te estoy mandando un patrullero", me dice la voz de una mujer.
Siete minutos tardó el patrullero, trayendo consigo a dos policías: un varón y una mujer.
Les cuento rápidamente. Y finalmente les propongo ayudarlos a buscarlo. - Dale, subí -, me dice el conductor.
Mi preocupación al respecto consistió en el simple hecho de que el joven estuviera armado y ocasionara algún daño por ahí. De no llamar a la policía, la responsabilidad sería exclusivamente mía. Precisamente vengo de unos días singularmente difíciles: una semana y media atrás me quisieron robar la bicicleta en Plaza Sarmiento; en mi lugar de trabajo me robaron una consola de sonido; en plena Peatonal Córdoba (a la noche) un jovencito me pide un cigarrillo, en tanto que un moco blanco descendía de una de sus fosas nasales. En fin, hablando mal y pronto: YA ESTOY REPODRIDO.
Salimos a buscarlo con la policía. El patrullero toma calle Pasco. Sin que yo lo sindicara, el conductor lo reconoce a dos cuadras; acelera que casi me desnuco (yo iba en la parte de atrás). Lo detienen a la altura de Laprida. - ¡Poné las manos en el baúl! -, le espeta la agente. El joven obedece mansamente. Me reconoce a través del parabrisas trasero; desciendo del vehículo. El muchacho, finalmente, no estaba armado. Insiste con que él no había hecho nada. Le digo: "Decile a los policías quién es el que te iba a vender la cocaína". Pero su expresión fue más que explicativa: para estas cosas no hay Judas que valga, parece.
Lo meten en la parte trasera del patrullero. El conductor regresa al manubrio. La agente abre el baúl, toma la bicicleta; se la quito de las manos y la introduzco torpemente dentro del coche. La agente acomoda la bicicleta en el baúl.
Viaje a la Comisaría 5ta.
El joven dice llamarse Jonathan.
Retruco de inmediato (ahora yo iba adelante y la agente atrás, junto con el joven):
- ¿Y por qué a mí me dijiste que te llamabas Alan? - (eso me había dicho).
Me respondió que así me había dicho que "lo" llamaban por el "parecido físico" que tenía con un conocido que tenía ese nombre.
- ¿Ves...? -, le digo, - mirá dónde vas a ir a parar por mentiroso -. El conductor suelta un suspiro ruidoso; la mujer policía le repite al muchacho que mantenga la cabeza gacha. Éste último insiste con que no me había hecho nada. No puedo contener una ocurrencia singular: - Cuándo será el día que me llamen... Di Caprio -, digo, y despierto la hilaridad del conductor.
En la comisaría las cosas se resuelven densamente. Les indico a los agentes que sólo me interesaba que el muchacho no estuviera armado; en todo lo demás, que se expida la justicia como debe. Me familiarizo de inmediato con los policías. Al observar que la recepcionista no cuenta en su escritorio con una computadora les recuerdo el mar de cosas que les prometió el gobernador Binner en plena campaña política; realmente me apena el estado antropológico de aquella casona vieja y derruida que sirve como comisaría. En mi mente se conjuga eso junto con las comisarías de las películas norteamericanas, sobre todo de la serie "Dexter". Me pregunto (rara asociación de ideas) si la Policía Metropolitana de Buenos Aires contará con comisarías como la gente en un futuro.
A la hora de estar ahí liberaron a un reo y transfirieron a otro (según pude inferir, el segundo había apuñalado a "una de sus esposas"). "Siempre metiéndonos en lío", pensé.
La recepcionista (también policía, obvio) es una mujer joven, rubia y honestamente hermosa, pero se pone más brava que una fiera cuando los reos reniegan de cumplir sus dictámenes (a uno que se estaba por ir y que vacilaba para firmar un acta, lo levantó en vilo: "¡Firmá ahí si te querés ir y no me rompás más las pelotas!". La condescendencia del muchacho fue similar a la de un niño acobardado por el enojo que causó a su madre). No contará con más de treinta la mujer policía. Exhortó a uno de sus compañeros a que barra un poco el lugar, "ya que el inspector anda dando vueltas". El agente, cogiendo una escoba (con chaleco antibalas puesto), reniega: "No me casé para no tener quién me mande, y mirá vos...". Yo no puedo contener la risa. Le digo: "Me resultaría igualmente molesto, amigo... pero si no fuera por las mujeres nos comen los piojos". En el rostro de la mujer la contrariedad se torna en satisfacción.
Cae a buscarme mi primo Facundo. Deja su motocicleta en la vereda; todavía yo no firmé nada. Luego le indicarán que meta esa moto adentro porque ahí afuera "muere". Mi sorpresa es mayúscula, pero ni comparada con lo que sería cuando me dijeron: "La otra vez nos robaron una moto de ahí adentro".
A las dos horas presto declaración. Tengo más ganas de irme a mi casa que cumplir con la justicia. Le comento al policía que lo que habría que hacer es conseguir que el muchacho (mi asaltante) les diga quién es el que le vende la droga, armar un grupo comando y traer al traficante adentro de una bolsa. Nadie me contesta. Trato de arreglarla con el asunto de los benditos "apremios ilegales". El que anteriormente barrió la recepción a instancias de la mujer levantó significativamente sus cejas.
Por último, para mi gran sorpresa, me devuelven mis cuatro pesos. Me siento avergonzado. Les explico que no me interesa eso; "lo único que me preocupaba es que el choro estuviera armado y luego matara por mi culpa". El sumariante, luego de mirarme ligeramente, concluyó: "Si hubiera estado armado, no dudés que te mata. Como vos hiciste, así que hay que hacer. No te preocupes".
El hecho tuvo origen a las once y media de la noche; yo volvía a mi casa luego de una densa jornada de trabajo. A las dos de la mañana más o menos finalizaba con todo esto. Por supuesto que agradecí la oficiosidad de todos los policías, especialmente el profesionalismo de quienes me ayudaron a dar con el “caco” (así le llaman al ladrón en la jerga uniformada).
No pasó nada grave, gracias a Dios.
Al irme lo reconozco a mi agresor tras una reja que sonaba terriblemente cada vez que abrían y cerraban los policías. Me pareció que le estaban sacando las esposas, siempre con la cabeza gacha el muchacho.
2 comentarios:
Actualizo mi artículo con el siguiente dato: el joven que me asaltó el viernes pasado ya está suelto en la calle otra vez.
Por cierto que no pido que esté metido cinco años por amenazarme con "llenarme de agujeros" si no le daba plata... pero esto me parece poco. No culpo a los policías sino al sistema.
Supe que está libre otra vez porque así me informó el kiosquero al que le fui a comprar algo para que me diera el cambio que yo no tenía para mi asaltante. Según me dijo (que hoy le dijo el mismo asaltante) "me está buscando, para hacer cumplir sus códigos".
Me da risa.
Que increíble, ¿te está buscando de verdad?, tené cuidado. No sabes con quien te estarás metiendo. Que negro de mierda, me imagino, un motivo de mi salida de esa mierda de ciudad fue todas estas cosas, un verdadero asco.
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