Es bien visible la forma en que la fuerza del destino se cierne sobre un hombre de la ley: no sólo que es hijo de tal, sino que además también está casado con una mujer policía. Pero esto no quita que Marcos E. vaya a decir: “La mayoría de las mujeres no entran por vocación; entran por trabajo. Ellas mismas te lo dicen: van por un sueldo nomás. Mi señora, hago mal en decirlo, pero... se metió, no sé por qué se metió (...). Por ahí, ella se olvida que es policía”. En cuanto a los hombres, no piensa muy distinto que digamos: “No lo llevan en el alma”.
Así describe él la vocación de policía: “Ponerte la ropa todas las mañanas, calzarte los borcegos... ir con la frente bien alta. Sos otra persona. Tantos años vestido así, que cuando te ponés un par de zapatillas te sentís distinto. Yo ya me acostumbré al uniforme”. Pero también se toma tiempo para una rápida y cruel autocrítica: “Hace quince años que estoy en la policía. Desde el primer momento ví cómo aprendés a manguear... te enseñan a manguear. Y si no mangueás te c... a p... Te dejan solo. Todo el mundo lo sabe”.
Como todo argentino, Marcos E. no deja pasar la fugaz ocasión que encuentra de ser escuchado, y la relación de hechos y recuerdos van desde las más tiernas instancias a los episodios más estremecedores. Tiene treinta y seis años, quince hace que los lleva en la fuerza, es padre de tres hijos – los cuales siempre ocupan su cabeza en cuanto que esté en medio de un tiroteo – y, durante nuestra charla, nos deja entrever que en lo que lleva como policía ya vio morir asesinados a tres compañeros.
Era un muchacho inexperto aún cuando tuvo que aprender de golpe que integrar el cuerpo de la policía era muchas otras cosas que hasta entonces había imaginado. Él mismo lo detalla: “Vi morir un compañero de un tiro en la cabeza en un asalto a un camión blindado (1994, Provincia de Córdoba). Yo era jovencito todavía. Uno acá adentro va aprendiendo cosas y se va endureciendo. Cuando nos fuimos enterando cómo sucedieron los hechos, nos dimos cuenta que en todo ese arreglo del blindado, había metidos policías. Los mismos compañeros lo mataron para robarse el blindado”.
Es oriundo del interior santafesino, donde empezó su letal romance con la policía. Así piensa Marcos E. al respecto de su época como policía pueblerino: “En los pueblos es lo más feo que hay. Cuando yo era joven me mandaban a buscar la plata... Me decían: 'Nene, andá a buscar un sobrecito que te van a dar en el almacén’. Yo iba contento... no sabía lo que era. Hasta que un día supe y me dio una vergüenza terrible. Me peleé con el comisario y me echaron de esa comisaría… Yo iba contento a la carnicería a buscar el sobrecito. 'Hola, vengo a buscar el sobrecito del comisario'. La gente me miraba con un odio bárbaro... Hasta que mis mismos compañeros me dijeron que eso era la coima que mandaban a pedir para poder dejar laburar…”.
Su vida como policía, como vemos, estuvo siempre lindando los límites de la corrupción. Pero no lo sólo de la corrupción callejera o de los distintos sectores de la sociedad, sino de la policía misma… “Yo he tenido un jefe de Unidad Regional que consumía cocaína”, dice, como quien remonta una anécdota.
El cabo primero Marcos E. no nació, empero, para andárselas con pequeñeces, por eso que el destino lo colocó nada menos que en el Comando Radioeléctrico de la Ciudad de Rosario, por lo que hoy se lo puede signar como a un hombre eventualmente forjado entre los pasillos de las villas y el fragor de los disparos. ¿Y qué es lo que se siente cuando se está en medio de un enfrentamiento armado?
“Miedo. Miedo, porque pensás en tus hijos, se te viene a la cabeza tu mujer, pensás que no sabés si vas a pegar la vuelta… y una vez que pasa todo eso, si tuviste suerte, volvés…”. Pero no se vaya a creer que por ser E. un hombre de armas llevar, posee alguna clase de atributo extraordinario o ventaja material. “Los choros tienen mejores armas que nosotros. Nosotros tenemos una pistola de 1970 y los cacos andan con Block, Fall, lanzagranadas, ametralladoras, bombas molotov”. Y remata con un absurdo visceralmente argentino: “Solamente podés usar un arma de fuego cuando te tiran. Primero te tienen que matar para que vos puedas disparar”.
Pero lo más significativo viene después, es decir, cuando el juez libera al delincuente por el que por poco más se da la vida en pos de apresarlo. ¿Y acá, entonces, qué es lo que se siente? Marcos E. responde sin pelos en la lengua: “Ganas de matarlo. Al juez. Por ser tan hijo de... Hemos visto cada cosa. Me estuve c... a tiro en la villa, salté, me rompí la pierna, lo traje, tenemos las víctimas, y sin embargo lo sacan, lo dejan libre porque no tienen causa para encerrarlo”.
No se las anda con contemplaciones filosóficas para comprender el problema en sí: “Al delincuente le gusta ser delincuente. No lo es por falta de trabajo. El que no quiere trabajar es un vago. Cuando yo era chico agarraba una bolsa de pimiento o de limón en cada mano y salía a vender para llevar plata a mi casa”. Al respecto de los violadores, a quienes muchas veces debe llevarlos él mismo a que los juzguen, es un tanto más preciso: “Cuando yo lo llevo a tribunales me gustaría matarlo en el camino”.
Debemos, pues, señalar que Marcos E. estuvo directamente abocado al resonante caso de la niñita que, luego de haber sido violada, arrojaron al río desde sesenta metros de altura, tras los silos Davis. La niña salvó su vida milagrosamente, y gracias a que E. la llevó volando en un patrullero a que la atiendan los médicos. En cuanto al violador, se trataba de un violador reincidente que justamente el juez acababa de concederle la libertad.
No faltará quien se remuerda de bronca, ni mucho menos aquel que después de estas líneas sienta aún más desacreditadas las fuerzas policiales. Pero si vamos a observar todo esto desde una mira sociológica, desde ya podemos ir esbozando dos puntos elementales: primero, el origen humilde o sencillo desde el que, por lo general, provienen los policías; y, segundo, quizás la muy carnal relación que mantienen con el delito en sus propias filas inclusive, lo cual a la larga inevitablemente los convierte en hombres curados de cualquier clase de espanto, es decir, (en el mejor de los casos), en verdaderos profesionales. La clave está, pues, en el aguante; quizás en esa instancia es donde debiera hacerse sentir el peso del Estado, premiando al honesto y liquidando al corrupto.
Pero E. ya no tiene esperanzas a ese respecto (y bueno, no todas las historias de vida tienen un final feliz). Del Gobierno no espera ya absolutamente nada; acaso espera de la sociedad un poco más de comprensión. En cuanto a su futuro, sólo anhela un desarrollo bien discreto: “Apunto a poder retirarme y llegar con vida a mi jubilación. No quisiera ser comisario ni me interesaría un cargo político. Las cosas ya no se pueden cambiar más. Para poder cambiar la policía tenés que cambiar la cúpula. De arriba para abajo tenés cambiar”.
En cuanto a su no menos interesante opinión al respecto de la delincuencia, E. fundamenta con sentido práctico: “Tendría que volver el Servicio Militar Obligatorio. A falta de esto la juventud está tan abocada a la droga y al choreo. Si hubiera Servicio Militar no tendríamos tanta delincuencia. Yo te puedo asegurar que de ahí adentro salen convertidos en hombres los que hoy en día andan con un fierro, robando o estando parados en una esquina hasta las cinco o seis de la mañana con un porrón. Yo te puedo asegurar que el día de mañana te lo van a agradecer”.
Para poder redondear un sueldo (más o menos) digno, E. se las pasa haciendo adicionales, es decir, custodiando exclusivamente un objetivo en cuestión, que por cuestiones de sugerida privacidad aquí no podemos instar. De modo que anda para todos lados con el chaleco antibalas, el Handy del comando siempre prendido como si fuera una FM y el equipo completo para que nunca falte ocasión de tomarse unos buenos mates. Y, entre el revuelo de objetos que llenan el bolso, otra cosa más: una Biblia.
Quizás, mucho tiempo atrás, en días en que salía a vender limones de casa en casa o pastelitos por los partidos de fútbol, a fin de llevar un dinero a la familia, quizás allí es donde comenzó a soportar el arbitrio de la vida y a resistir el embiste de las adversidades. Y quizás allí, entonces, estaba Dios, acaso como un norte desvanecido apenas distinguible entre las brumas.
“Cuando yo tengo un momento de tranquilidad, me ayuda mucho pensar en Dios; me saca mucho nerviosismo y podredumbre que tengo por dentro, mucha impotencia. Me regocijo en Él”.-
2 comentarios:
Simplemente "EXPECTACULAR", Felicidades por la nota David, tu amigo Martín desde Godeken.
Ya me preguntaba yo quién es este tal Judasy... ¿Tendrá algo que ver con "Judas" o alguna entidad de esa naturaleza?
Jejeje... ¡Gracias, viejo...! No me di cuenta antes que eras vos.
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