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¿Hay debate en Argentina?

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“La esencia del debate es la autocrítica; todo cuanto planteamos al otro debe hallarse completamente resuelto en nosotros. Tenemos que ser el ejemplo de aquello que proponemos, y no de lo que cuestionamos”.

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YO MISMO TUVE que cerrar, subiéndome a un pupitre cual mono con vaqueros, los difíciles ventanales y las densas cortinas amuchadas en la punta; el griterío proveniente del patio y el inapelable sol de abril parecían decididos a convertir la clase de “Legislación de Prensa” en una convención de fotofobia. Entonces sí, el profesor Carlos Murialdo, luego de ofrecer una somera presentación de su persona (era su primera clase a dictar al Tercer Año de Periodismo del ISET XVIII de Rosario), procedió a instar los paradigmas de la cátedra. Y esta misma tiene un objeto bien simple: que el futuro periodista, en ejercicio de su profesión, no cometa los errores garrafales que se ve a menudo en tanto surgen cuestiones legales o jurídicas que deben someterse al discernimiento periodístico. “Quiero estar orgulloso de ustedes”, pregonó el profesor Murialdo, “cuando el día de mañana los vea haciendo su trabajo con la debida competencia”. Es mi cuarto año de Periodismo (tuve que recursar uno), y es la primera vez que escucho a un profesor asumir una postura tan desinteresada y tan interesada. Es lo más lindo que sucedió en Periodismo desde que soy alumno.
     Y ya pronto las cosas rondarían para el lado del debate, porque (justa y precisamente) el debate – según el profesor – es lo que más está haciendo falta en la sociedad argentina. Y ya pronto también las cosas se circunscribirían en torno al kirchnerismo, cuya menuda aprobación del docente y cuyo latente favor de algunos de la clase ocasionaron naturalmente mis resistencias al respecto. Tuve la inverecundia de retrucar la forma en que temía se fuera a resarcir mi nuevo año de estudio: “Imagino que la clase no tendrá una postura condescendiente con el kirchnerismo”, dije. Pero la intención de mis palabras se diluyó en la medida que debí explicar qué quería decir con eso de “condescendiente”. Entonces, una compañera me salió al cruce; no recuerdo bien sus palabras, pero en resumen me quiso hacer entender que el actual gobierno favorecía la opción del debate en los argentinos; y ya otra, desde el fondo del salón, con igual ímpetu reforzaba los dichos de la primera. Acepto que me fue difícil aquel trance; de un momento a otro, creí que el mundo estaba patas para arriba. El profesor Murialdo, no obstante, mediaba pacientemente.
     Y no pude contener dentro de mí el veneno de mi sutil escorpianismo, de manera que opté por el recurso del sarcasmo para neutralizar el rigor de la embestida que estaba recibiendo: “Pero… ¿eso es el debate? ¡Eso no es debate! Bahhh… no sé… a lo mejor yo esté equivocado, y el debate sea en realidad como una maseta, que la llevás de aquí para allá y la ponés donde quieras. La ponés ahí, en el rincón, y listo… eso es el debate, ya lo tenemos; una maseta”. Luego, armonizando mis métodos, intenté ser más exhaustivo: “No creo que el debate sea algo que otro tenga que venir a dármelo; el debate está dentro nuestro. Si no está, nadie me lo va a dar… El debate es visceral”.
     Pero, en realidad, el debate sí que está en la sociedad argentina, y siempre estuvo… aunque ahora vamos a tratar de representar las dos clases de debates que existen: el buen debate, y el mal debate. De la última manera de debatir intentaremos emigrar al terminar este artículo. Seguro que vamos a poder.
     Por cierto que aquello de que “el debate es visceral” es más un ingenio retórico que una realidad en sí, pero verdaderamente creo que es dentro de nosotros donde debe habitar cierta predisposición natural hacia el hecho de debatir. Al respecto de esto último, el diccionario María Moliner, mi favorito para estas cosas, enuncia lo siguiente: “hablar sosteniendo opiniones distintas sobre cierto asunto. \\ Discutir. Luchar por una cosa. Combatir”. En cambio, el diccionario de la Real Academia Española se postula de forma más violenta, más “visceral”: “Altercar, contender, discutir, disputar sobre algo. \\ Combatir, guerrear”. Nosotros, al menos para esta ocasión, vamos a transigir con la primera definición que, de no ser la más contundente, sin dudas será la más razonable, la más civilizada.
     Porque debatir es un acto civilizado. Si no lo fuera, entonces directamente estaríamos (como precisa la RAE), “contendiendo”, o “guerreando”, cosas que de por sí solas no sugieren una vocación de civismo. Pero claro… se trata de un acto civilizado en la medida que nosotros lo seamos, y es precisamente aquí en donde si bien no nos adscribimos como bárbaros, tampoco sería justo que lo hiciéramos como campeones en la materia. En esto, entonces, le doy la derecha al profesor Murialdo, aunque me remita a señalar la diferencia que existe entre decir que “en Argentina no hay debate” a decir – como yo señalo ahora – “en Argentina no sabemos debatir”.
      Yo pienso que el argentino es “debatidor” por propia naturaleza. Tenemos cosas que en verdad nos diferencian del resto del mundo, como si – después de tanta mescolanza – hubiéramos finalmente conformado una raza aparte con sus propias características más allá de su propia cultura. Tenemos cosas buenas, obviamente… y también tenemos nuestras “cosas”. Entre las muchas cosas que los argentinos tenemos (que otras sociedades quizás no tengan) es la marcada tendencia a hablar mal de nosotros mismos, aunque deberé frenar a aquel lector apresurado que vaya a creer que los argentinos somos autocríticos, lo cual no lo somos ni remotamente. A los argentinos nos gusta hablar mal de nosotros mismos, pero no de uno mismo; y no sólo esto, nos fascina hablar pestes nuestras “a los demás”. Que los demás sepan del martirio que vivimos en nuestras familias, en nuestras instituciones, en nuestra religión, en nuestros pueblos, nuestra ciudad, nuestro país. Cuando se trata de criticarnos, somos terribles. Entonces, todo este párrafo sólo tiene la intención de denotar una característica nuestra que influye en esa vaga manera de debatir que tenemos los argentinos: la completa carencia de discreción. En resumen, faltó en nuestras infancias una persona que nos repitiera que “los problemas de casa, se hablan y se solucionan en casa”. Hablar mal de nosotros mismos muy sencillamente aporta una tendencia destructiva al respecto, todo lo cual va en contra de la naturaleza constructiva que el debate civilizado tiene como única finalidad.
     Otro dato más: los argentinos somos discutidores. Y discutir no es lo mismo que conversar. Si decimos que somos discutidores, entonces estamos poniendo en relieve que tenemos cierta tendencia interior hacia el debate, por lo que no somos un país desprovisto del mismo. Incluso en el hecho de discutir solemos ver cierta heroicidad por parte de quien discute, sin advertir que tal cosa no subsana más que la propia carencia del carácter que todo hombre de bien emplea para conversar. Conversar, en realidad, es el arte de escuchar; discutir, en cambio, es el afán ciego de callar al otro e imponerle nuestro presumible criterio. El que conversa entiende y aprende; el que discute sólo está circunscripto a los límites del propio razonamiento, si así lo podemos llamar. Para debatir, entonces, en el sentido pleno de la palabra, obligadamente debemos conocer en profundidad el criterio del otro; la única forma de conseguirlo es escuchándolo, es decir, conversando.
     Y tengo un apunte más (el más doloroso): los argentinos – y me pesa mucho decirlo – no somos autocríticos en absoluto. Y creo que no lo somos en ninguna instancia de nuestras vidas: ni con nosotros mismos, ni en nuestras familias, ni en las instituciones, ni mucho menos en asuntos dirigenciales, políticos, partidarios, gubernamentales. Y lo más triste de todo esto es el pésimo ejemplo que estamos dando a las nuevas generaciones. La falta de autocrítica es lo peor que nos puede pasar en la vida y, por ende, lo que nos conmina a un debate espurio, sordo, entrecortado, emocional, sin norte. Creemos que el debate es una manera para imponerse al otro – al que piensa distinto – en vez de un medio para sortear diferencias y arribar a un acuerdo mutuo.
     El mal debate, entonces, es propio de sociedades autoritarias, peor que eso… de sociedades egoístas y angurrientas, ciegas y petulantes. La falta de autocrítica nos formula siempre merecedores de derechos, aunque en ningún momento los mismos son asumidos conjuntamente con la obligación que viene adyacente. No es que creamos que tenemos más derechos que el otro, sino que simplemente los susodichos nunca nos importaron un rábano; sólo hablamos de derechos y garantías cuando estos aportan en cuestiones políticas, más bien electoralistas.
     La falta de autocrítica es equivalente al hecho de no mirarnos al espejo, de no tener el valor de conocernos (a nosotros mismos) en profundidad, todo lo cual conduce a criterios inverosímiles que son un pic-nic para el psicoanalista que esté dispuesto a estudiarnos. Es como si pretendiéramos intimidar al enemigo adelantando irrazonablemente los peones; lo que más bien queremos, es asustarlo, asustarnos. Es que, al no conocer las razones que formulan interiormente nuestras acciones, de por sí que tampoco vamos a conocer las del otro, y así la vamos a pasar: arriesgando vitales peones que luego tendremos que defender toda una vida, derrochando toda nuestra fuerza sólo en eso y nada más que eso. No hacer autocrítica nos lleva a quejarnos constantemente (es la única que nos queda), quedando completamente relegado el hecho de proponer una solución que redondee nuestros planteos (¿y qué podemos llegar a solucionar si ni siquiera resolvemos nuestros propios problemas?).
     La esencia del debate es la autocrítica; todo cuanto planteamos al otro debe hallarse completamente resuelto en nosotros. Tenemos que ser el ejemplo de aquello que proponemos, y no de lo que cuestionamos. La falta de autocrítica nos lleva vergonzosamente a endilgarle al otro nuestra propia desesperación, nuestro propio vacío existencial. Cuando al otro le cuestionamos “x” cosa, ya sea en un debate o donde fuere, es porque esa misma “x” es lo que anda marchando mal dentro de nosotros mismos. ¡Por Dios, psicología básica! ¡Sentido común! La autocrítica es esencial para un debate constructivo, profundo, sinceramente bienintencionado, que hable bien de nosotros, y que también hable bien de los demás. El debate no es para que haya un ganador y un perdedor; en el buen debate todos salimos ganando, en tanto que en el malo, todos somos perdedores.
     El buen debate es como jugar al ajedrez; el malo es como jugar al pingpong. En el primero, utilizamos un razonamiento exhaustivo; en el segundo, actuamos por reflejo. Debatir bien nos lleva a respetar a nuestro eventual adversario; debatir mal hace que siempre estemos esperando el momento de disparar la bola lo más fuerte que podamos, por lo que las más de las veces la enviamos fuera de la mesa o bien la devolución del eterno adversario nos dejará en ridículo. El buen debate nos lleva a felicitar la resistencia y el ingenio de quien tenemos enfrente; en el mal debate vivimos evadiendo la vergüenza de ser unos perdedores. Debatir bien nos obliga a plantear nuevas estrategias, a no cometer el mismo error; en caso contrario, de porfiados que somos repetimos la misma envestida de siempre para demostrar que teníamos razón, y así estamos toda la vida, repitiendo lo que otros ya vieron miles de veces. Cuando debatimos de modo civilizado estamos tendiéndole la mano al otro y así sumándolo a que aporte a nuestra propia preocupación; cuando esto no es así, lo que hacemos es recalcar las diferencias y así mismo negarnos la posibilidad de que el otro ayude en la causa que, definitivamente, no tenemos.
     Entonces, no me parece que en Argentina no haya debate, sino todo lo contrario. Lo hay, de sobra, pero de manera inconveniente. Tenemos que dejar de participar de los debates con el mismo celo con que observamos un partido de fútbol. Es fundamental respetar las cosas que el otro dice, ya que este mismo puede abarcar razones insospechables que vengan a ensanchar nuestro margen de conocimiento. Debemos ver en el otro un aliado, que no un enemigo. Debemos aprovechar los ojos del otro para observar nuestros problemas de otra manera. En fin, debemos tener el coraje y el valor de encontrarnos y de observarnos a nosotros mismos… en los ojos siempre interesantes de quien tenemos enfrente, y de esta manera entonces emigrar del mundo de indolencia que nos dejaron y formar parte de la nueva vida que nosotros solos conduciremos.

Mi frase favorita de Goethe

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ES BIEN COMPLEJO el hecho de decidir qué es aquello que más nos gusta de quiénes adoramos, ya que mientras que por un lado sentimos pena de restarle valor a las demás características de los mismos, por otro es nuestra propia subjetividad - tan afecta a las circunstancias - la que un día nos lleva a rememorar algunas un tanto más que a las otras.
     Doy por asumido que a este artículo han accedido primeramente aquellos a los que quizás no sea necesario explicarles quién fue Johann Wolfgang von Goethe, en tanto que en los casos en que esto no sea así, estoy más que seguro que ésta será una buena oportunidad para ponerse en campaña al respecto. Este breve y muy bienintencionado artículo es una invitación a lo mismo.
     Creo que comenzamos a aficionarnos a los poetas en la medida que estos tienden a ganar influencia en nosotros mismos, las más de las veces consiguiendo reflejar alguna eventualidad que tenga lugar en nuestros corazones. En adelante, nuestro "elegido" nos será de gran utilidad en tanto nos vaya educando su pluma ingeniosa y, por qué no decirlo, al momento de instar su nombre a modo de propia distinción social. Se viven tiempos en que una simple marca de ropa, o, peor aún, un siempre (para mí) desagradable piercing, vienen a suplir cual escudos de guerra esta natural necesidad de identificación humana.
     Una cosa es segura, y me arriesgo a que lo siguiente pueda no ser lo más conveniente a mi humildad: asumirse adorador de Goethe es, por lejos, sentirse muy por encima de muchas vicisitudes actuales. ¡Años luz de las mismas! Me consuela pensar que todo aquel que admire a Goethe, o a Borges, o Bécquer, o a cualquiera por el estilo, sabe que ninguna forma de vanidad alienta estas palabras mías, las cuales enfundan cierto sincero afán de resistencia en tiempos en que es preciso aferrarse de alguna esencia genuina para evitar el avasallamiento de modas y costumbres que sólo apuntan a neutralizar la potencialidad humana.
     Volvamos a Goethe, entonces.
     Como sucede siempre (o casi siempre), existe un preciso momento y una precisa conjunción de palabras que tienden a formular nuestro cariño inexorable hacia quien en adelante seremos devotos de por vida. Por algo son poetas, por algo son grandes: sólo con menudas palabras consiguen erigir la sana alegría en un corazón cualquiera separado de ellos por años, centurias, generaciones y demás hecatombes de la vida en el mundo. Con Goethe me pasó así, aunque mi frase favorita del mismo la haya descubierno por ahí mucho después de haberlo conocido, y evocado recientemente a raíz de advenedizas circunstancias que preferiré reservarme.
     Este artículo basa singularmente sobre esto último, pero dejaré al arbitrio del interesado la ilustración exhaustiva que se merece la siguiente máxima inmortal ("inmortal" porque descuento que siempre permanecerá en sus corazones). Sólo contextualizaré al respeto, con permiso del paciente lector:

     A Goethe, en su tiempo, solía reprochársele el hecho de que, siendo un baluarte de la cultura alemana, acaso nada solía referir al respecto del 'avasallamiento' napoleónico de aquel entonces, más bien al contrario... es decir, parecía simpatizar nuestro héroe con la causa por la cual el dominio de toda Europa se circunscribía al dictamen de un sólo cerebro. Cabe destacar que un busto de Napoleón figuraba entre las cosas que embellecían el despacho de nuestro escritor, quizás desde el mismo en que se forjaron las más nutridas obras de la literatura universal. El zaherido nacionalismo alemán bociferaba contra la presunta amistad de Goethe y Napoleón, siendo este último quien dijo, cuando tuvo ocasión de conocerlo: "¡He aquí al hombre!". Otras de las cosas que explican la declarada admiración del Emperador hacia el autor de "Fausto" y "Werther", se vislumbra en el hecho de que el segundo de los títulos evocados fue un fiel acompañante del buen General en su "Campaña en Egipto".
     Goethe obviamente tenía una explicación de sus afinidades en particular para aquella parte de la población alemana que reprochaba su simpatía hacia el supuesto invasor, y hete aquí que sus palabras inestimables fluirán por siempre como ríos de fuego por nuestra propia sangre:

     "Nunca he escrito sobre lo que no he sentido. Escribí versos de amor luego de haber estado enamorado.
     ¿Cómo escribir versos de odio, si nunca he odiado?".

     Espero que les haya sido de provecho este sentido artículo. Goethe es sinónimo de amor perfecto.
     Por cierto... amigos... para comprender plenamente la frase referida les aconsejo tengan la perspicacia de acudir a ella el día y el momento en que sientan que nadie comprende sus más sanos argumentos y sus más vivas esperanzas de paz y amor entre los seremos humanos. Recién entonces, ustedes mismos me acreditarán la razón completa y el cálido agradecimiento de haberles sido de su eventual utilidad.
     En vano gastarse esperando comprensión por parte de un corazón en que ya ha germinado el odio. ¡Estamos para deberes más elevados! 
 

Institucionalidad y política

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LA PRESIDENTA CRISTINA Fernández de Kirchner estuvo en el Monumento Nacional a la Bandera y Rosario fue una fiesta. Desde temprano la gente se congregó masivamente en la margen del río en parte para celebrar el Día de la Bandera y, por supuesto, para acceder a la impagable oportunidad de observar en vivo y en directo, y en carne y hueso, a la Jefa Máxima de todos los argentinos. La convocatoria fue mayúscula, en tanto que el azul pleno del cielo auspició una jornada indudablemente maravillosa.
     Pero el periodismo no sería periodismo si no estuviera siempre abocado a encontrar los pelos en la sopa y las quintas patas de los gatos. Primero y principal, vamos a señalar – en vano quizás – aquello que ya no tiene cura: la eminente displicencia de los medios porteños al respecto de todo cuanto ocurre más allá de la General Paz. Yo no sé si han mediado cuestiones políticas o qué, pero es totalmente vergonzante que tamaña celebración apenas haya ocupado un mezquino lugar de rigor en las pantallas capitalinas, teniendo en cuenta – además – todo el tiempo que hace que un presidente no asiste a Rosario para celebrar el Día de la Bandera. Pero también yo peco en señalar esto propiamente “de rigor”, porque sé que se trata de un mal que ya no tiene cura y que no me inspira esperanza alguna. Para la prensa porteña, si algo no sucede en Buenos Aires, directamente no sucedió nunca ni va a suceder.
     Al respecto de la visita de Cristina, vamos ofrecer dos criterios que bien pueden transigir en forma paralela o, en triste caso, enfrentada. Por un lado, echaremos un vistazo periodístico del asunto; por el otro, esbozaremos una mirada singularmente emanada del sentir ciudadano, del sentir rosarino.
     Desde una óptica periodística necesariamente vamos a tener que reprocharle a la Presidenta que, en cierta parte, haya teñido el acto cívico con la insistencia de las mismas cuestiones políticas de siempre, aunque sin su acostumbrada virulencia. Todos los medios (incluso aquellos que no cubrieron la celebración) recalcaron al otro día en sus tapas que “la Presidenta llamó a profundizar el modelo”, lo cual efectivamente fue así. Y no me parece bien que haya sido así.

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